Manuel Maestro Real
Un escritor nada convencional
PRIMER CAPÍTULO DE UNA SUMISA EN EL ARMARIO
PRIMERA ENTREGA DE LA TRILOGÍA "LA PASIÓN DE ELENA"
No soy la puta de nadie
Desagradable y cabrón despertador que siempre la sacaba, a la fuerza, de sueños que nunca recordaba, pero que inquietaban su vida cotidiana y empapaban por completo su sexo.
Aquella era una mañana tan normal y repetida como el resto de la semana, monótona y carente de alegrías. Un “buenos días” que recibía de alguien que se limitaba a dormir a su lado, sabanas secas que retirar de una cama que enmudeció sus jadeos en tiempos que ni recordaba.
Elena contaba cuarenta y dos años de vida nada plena, a los que su vida conyugal le había robado más de los que recordaba.
Miró a su marido, que se levantaba haciendo alarde de su polla dura pero sin que alterase la temperatura de su coño, pues nada esperaba ya de placer; eso también hacía años que quedó en su trastero de vidas pasadas.
Elena se maquilló, desayunó y, tras despedirse, se dirigió a su coche para ir como todos los días, desde hacía veinte años, a su trabajo, pero ¡joder…! El puto coche no quiso hoy arrancar. Con la hora pegada, salió corriendo, volando sobre los tacones, hacia la parada más próxima de autobús, que estaba a varias calles de su casa. Y, para más inri, comenzó a llover con fuerza.
Tras un maratón agotador, llegó casi a punto de perder el autobús, de no ser por un pasajero que advirtió al chófer para que esperase a esa mujer que llegaba desesperada… Ella se percató del viajero que, con gestos, avisó al conductor, con la intención de identificarlo y, nada más subir a bordo, se dirigió a su salvador.
—Hola. Muchas gracias, señor —dijo una preciosa y empapada hembra a la que se le había corrido el maquillaje y endurecido los pezones por el frío remojón.
Sin apenas poder apartar los ojos de sus mojados muslos y abultados pechos, se presentó…
—Adán, soy Adán.
—Yo soy Elena.
Se sentaron uno frente al otro, Adán abrió un libro y comenzó a leer. Elena, secándose a malas penas con un pañuelo, alzó la mirada y sonrió, por no llorar, al pensar en el desastre de mañana que le había caído encima. Llamó su atención cuando en la cubierta posterior del libro vio que era Adán, su salvador, el autor del libro que tenía entre sus manos.
—¿Escritor? —preguntó con la voz muy tímida.
—¡Oh sí! Es mi hobby, eso y las damas en apuros.
Ambos rompieron en una sonora carcajada que sacó del letargo al resto de pasajeros.
—¡Tsss! Todos piensan que estamos locos —dijo Adán.
—¡Ja, ja, ja! Trabajo en una clínica privada al otro lado de la ciudad y mi coche hoy ha decidido dejarme tirada.
—¡Afortunadamente para mis ojos! —respondió él contundentemente.
Sin apartar la vista de sus voluminosos pechos, notó cómo el autobús se detenía. En esta otra parada subió un señor mayor a quien Adán cedió su asiento y que, gustosamente, aceptó el anciano. Sujeto a la barra del techo, se situó delante de Elena, dejando muy cerca de su cara el abultado paquete de su bragueta. Elena comenzó a sentirse caliente sin poder apartar la vista de la entrepierna de Adán. Su cara empezó a mostrar un tono rojizo mientras se percataba de la humedad que, inexplicablemente, estaba mojando sus braguitas y optó por ponerse de pie rápidamente pero aterrizó, por una frenada, en el pecho de Adán. Este deslizó la mano hacia su cintura y la sujetó con firmeza contra su cuerpo. Elena se quedó quieta, exponiendo sus exuberantes pechos mojados y temblando, temblando de arriba abajo.
—¡Qué frío! —Acertó a decir sin apenas poder hablar.
Una fuerza superior a ella le impidió retirar el brazo del hombre quien, a su vez, la acercó más a su cuerpo. Abriendo su mano, dejó que sus dedos palpasen el tembloroso cuerpo de ella. Cuando su mente salió por fin de ese estado, advirtió que estaba ya en su parada por lo que se apresuró hacia la salida sin despedirse. Adán, cogiéndola por el hombro, se despidió de manera sutil.
—Ha sido todo un placer.
—Igualmente, adiós —balbuceó ella mientras salía casi a la carrera. Tras bajar del autobús, se quedó quieta en la acera bajo el aguacero con las piernas apretadas, tratando de intentar comprender qué leches le ocurría.
Se dirigió casi por inercia hacia su trabajo, entró en la clínica, fue al cuarto de enseres, cogió una toalla y una bata y se encerró en el aseo. Se quedó frente al espejo y, con una leve sonrisa, se dijo, «¡NO, NO, NO! ¡No ha sido nada!». Deslizando su mano, en ese mismo instante, por debajo de su falda y apartando las braguitas, posó su dedo sobre su caliente y húmeda abertura del coñito. Apoyada contra el lavabo, comenzó a masturbarse frenéticamente e, imaginando cómo sería el pollón que marcaba aquel hombre, se corrió seis veces seguidas tapándose la boca e imaginando a su salvador empotrándola contra ese lavabo. Repentinamente, alguien llamó a la puerta obligándola a detener su placer.
—Elena, ¿estás bien?
—Sí, ya salgo. —Una última mirada al espejo solo para decirse: ¡Estás loca, joder!
El día de Elena transcurrió más largo que nunca y ausente de su rutina diaria, pues se sentía perturbada como jamás lo había estado en su vida. Por fin la hora de salir. Ya en la calle, camino de la parada del autobús, no dejó de mirar todos los autobuses que pasaban buscando hallar dentro a ese hombre.
Tras una interminable hora, llegó por fin a su casa. Con un apagado “hola”, y casi arrojando el bolso contra el sofá, se dirigió a toda velocidad al baño. Entró como una perra en celo, desesperada. Se arrancó las braguitas dejándolas caer hasta los tobillos, sacó sus pechos y los apretó contra la puerta mientras se corría con su mano como una loca, sin dejar de pensar cómo Adán la montaba sin parar con embestidas despiadadas, e imaginaba sus cojones golpeando su culo sin parar mientras la sujetaba por el pelo.
—¡Dios! ¿Pero qué hago?
Muerta de vergüenza, pensando en que su marido lo pudiera notar, salió del baño y las horas dejaron caer su peso sobre el día hasta meterse en la cama.
Sin poder dormir y sobre las dos de la madrugada, retiró la sabana del cuerpo de su marido y metió la mano en sus calzoncillos para coger con fuerza su polla, deslizando la piel hasta dejar bien afuera el capullo. Sin pensarlo dos veces, se la metió en la boca y comenzó a mamar como una desesperada. Antonio se despertó. Atónito, la cogió por el pelo y comenzó a follarle la boca. Ella separó la cara y se sacó la polla de su boca.
—Córrete en mi boca… dame tu leche… cabrón… hijo de puta.
Aquella expresión hizo que Antonio comenzase a tirarle chorros de leche en la boca y entonces, Elena, solo con sentir cómo él se corría, comenzó a correrse sin tocarse.
—¡Por Dios! ¡Qué orgasmo! Traga leche, puta —dijo sin poder parar de follarle la boca.
Ella, casi de golpe, dejó de mamar, dejando la polla al aire y derramando todo el semen sobre la cama.
—No soy ninguna puta.
—¿Pero de qué coño vas? ¡Joder! ¡Me has dejado a medias! No entiendo nada, para una vez que te comportas así, me dejas a medio correrme.
—Yo no soy una puta, solo quería hacer disfrutar a mi marido y lograr con ello que volviera el sexo a nuestra cama. —Pero solo ella sabía que se debía todo al recuerdo de esa polla frente a su cara en aquel autobús.
Tras unas palabras más de desacuerdo, ambos se giraron hacia su lado y, como buenamente pudieron, trataron de dormir.
A la mañana siguiente, Antonio la despertó una hora antes de lo habitual para recordarle que tenía que salir antes al no tener el coche reparado.
—No, por favor, llévame tú al trabajo.
—Pero, Elena, sabes que a mí me recogen los compañeros y es un furgón del trabajo.
—Cierto, lo entiendo, ya no sé ni dónde tengo la cabeza.
Media hora más tarde, salió de casa planteándose, muy seriamente, si coger un taxi o el autobús por miedo a que Adán estuviera dentro. Pero en el fondo necesitaba verlo otra vez, mirarle bien y tratar de convencerse a sí misma que todo era una desafortunada fantasía.
Tras un cuarto de hora eterno, llegó el autobús casi vacío y entonces se sintió estremecer de angustia por el hecho de pensar que Adán no iba en él. Subió con la mirada perdida en el interior del vehículo, tropezando por no prestar atención a los escalones de acceso. Tuvo que ser cogida al vuelo por el chófer que casi cae también por el peso de semejante hembra maciza mientras que, desde el fondo, escuchaba una suave carcajada. Vio allí mismo una mano alzada a modo de saludo que sostenía un libro.
¡Joder, qué ridículo, y lo ha visto todo! Pensará que soy un desastre de mujer». Justo pensado esto último, comenzó a reírse de sí misma, liberando kilos de tensión. Adán le respondió dando unas suaves palmadas en el asiento de al lado, invitándola con ello a sentarse. Se dirigió hacia él sin parar de repetirse que no le atraía nada, que con dos palabras lo arreglaría todo en su cabeza y que por fantasear no se perdía nada.
—Muy buenas —saludó armada de valor y adelantándose a Adán solo para sentirse segura de que sería responsable. Justo como la mujer que había sido toda su vida, pues jamás folló con nadie que no fuese Antonio.
Para entonces… Adán le había tendido su mano a la espera de poder estrechar la suya. Correspondido el acto, tomó asiento y se hizo un eterno silencio que cortaba el aire entre ambos. Casi al unísono preguntaron…
—¿Qué tal?
—¡Ja, ja, ja! Bien —dijeron nuevamente a la vez, por lo que Adán decidió comenzar por decirle que no había podido sacarla de su cabeza durante toda la noche.
—¡Dios mío! Estoy a punto de morir.
—¡Vaya!
—Sí, ¡vaya! —respondió el. Y sin vacilar, le preguntó—. ¿Tú has pensado en mí, Elena? Si es que es tu verdadero nombre…
—Pues claro que sí.
—¿Sí que pensaste en mí?
—No, para nada, quería decir que claro que es mi nombre, ¿por qué habría de mentir sobre ello? No tengo nada que ocultar y, además, presumo de ser educada.
—Y felizmente casada —contestó él y se echó a reír.
En el silencio de un millón de segundos, dentro de uno solo en que tardó en responder, Adán le puso en la cara la mano y, acercándola con energía, besó sus labios.
—¡Idiota…! ¡Imbécil…!
Esas dos palabras recorrieron como un relámpago todo el autobús, acompañadas de una mano alzada con intención de estamparla en la cara de él.
—Si me das esa hostia, no me verás nunca más —aseveró.
Elena detuvo su mano como si esta se hubiera estampado contra un invisible muro de fino cristal.
—He estado toda la noche pensando en ti… Al final, he tenido que llamar a una puta para follarla como un animal desesperado. Culo, coño y boca… imaginando que eras tú. Lamento ser tan grosero, pero me suda la polla lo que pienses porque sé que estuve en tu cabeza también toda la noche. ¡Dime que estoy equivocado y me bajo en la siguiente parada!
Al no decir nada, él se puso en pie y, muy educadamente, se disculpó y comenzó, con paso firme y regio, a dirigirse hacia la puerta.
—¡Joder, loca, joder! ¡No, no! —se dijo a sí misma con voz inaudible—. Espera, por favor, espera —le pidió casi más suave que el silencio—, espera.
Él se giró y le dijo adiós con la mano.
—Mañana te quiero en este mismo asiento a la misma hora, y procura ser libre a mi lado mientras yo te lo permita.
«Ni en sueños», quiso contestar, pero no abrió la boca, por lo que solo su interior la escuchó mientras traicionaba la entereza que la había caracterizado toda su vida.
Adán bajó con serenidad del autobús sin mirar atrás y, con mucha agilidad, comenzó a caminar en sentido contrario a la marcha del bus.
Elena no cerró los ojos, ni siquiera para pestañear. Siguió con la mirada a ese hijo de puta, chulo de mierda prepotente, pensando en la puta que recibió esa follada mientras se imaginaba que era en ella. Una vez más, volvió a mojar de manera muy intensa sus ya caladas braguitas.
El pitido de parada la sacó, afortunadamente, de su letargo pues esa era la suya.
Así pues, bajó y comenzó a caminar.
—¡Elena, sube! —le dijo alguien desde un taxi cuando apenas hubo andado unos treinta pasos.
Era Adán. Su cuerpo tembló de arriba abajo y casi cayó al suelo de la tensión.
—¡Te he dicho que subas! —repitió y, abriéndole la puerta de un empujón, asomó la cabeza…—. Sube, soy yo.
—¿Quién eres tú en realidad para que yo haga esto?
—El hombre que te quiere enseñar el interior de tu vida, ese al que nunca visitas, el mundo que dejaste en el trastero de lo que no aciertas a comprender.
—Esas palabras… ¡Joder, cómo habla! ¡Joder, quiero morir ahora, por favor, ahora mismo! —suplicó mirando al cielo, pensando que lo estaba diciendo en silencio.
—Si quieres morir, ¿qué pierdes por tomar un café conmigo?
Ambos rieron, él alegremente y ella algo ácida.
—Sube, tonta. He consultado mi agenda y no me toca violar ni matar a ninguna preciosa mujer, estarás a salvo. ¡Ja, ja, ja!
—Serás idiota… —Subió al taxi.
—Llevas móvil, supongo.
—Sí, claro.
—Llama al trabajo y di que no irás, que te llamó el mecánico para que fueses a por tu coche. Di que, una vez allí, volvió a aparecer la avería y entre que lo arregla o no y tratas de llegar, perderás toda la mañana.
—No, por favor, no.
—Sí, Elena. Llama pero ya. Te he dado una oportunidad. A mí se me rechaza una sola vez, ¡llama ya!
El taxi se dirigía hacia las afueras de Madrid en el momento en que ella llamaba a su trabajo.
—Estoy loca —dijo mientras sonaban los tonos.
Adán metió la mano entre sus sudorosos muslos tratando de alcanzar su coño. Ella apretó las piernas con fuerza, a lo que él respondió con un fuerte cachete en el interior de su pierna haciendo que se abriese como una flor. Apartando las braguitas con mucha habilidad, alcanzó un peludo y chorreante coño negro precioso y en ese momento casi se dan una hostia, pues el taxista no podía apartar los ojos de lo que veía a través del espejo. Adán comenzó a sacar flujo con los dedos para lubricar su clítoris y correrla en segundos mientras ella dejaba el recado a la chica de recepción del curro a duras penas. Seguidamente, se corrió como nunca.
—Eres una hembra hambrienta —le decía mientras le mordía la garganta como si quisiera matarla como un león a una gacela.
El taxista se detuvo en la puerta de un chalet y, girándose hacia sus pasajeros, les informó.
—Señor, ya hemos llegado.
Elena cerró de golpe las piernas, muerta de vergüenza.
—¿Y si un día subo a un taxi con mi marido y es este?
—Cóbrese —dijo Adán.
—Son veintiún euros con cincuenta.
—Muy bien, aquí tiene, quédese con el cambio.
—Gracias, que tengan un buen día —respondió el taxista mirando de frente a Elena.
—Seguro que sí —afirmó Adán—. Adiós.
—Espera, por favor, Adán. Esto va demasiado rápido para mí.
—Es posible, vamos.
Suspirando y muerta de miedo, le siguió hasta la casa. Entraron a un salón en el que había un sillón grande de piel, al que Elena fue directa a sentarse.
—¡Quieta! Espera, es mi sillón.
Con muy mala educación, tomó asiento él. Y, cogiéndole la pierna, la aproximó con violencia hacia su cuerpo.
—Para sentarte, primero quiero que me confirmes que anoche pensaste en mí y cómo fue tu manera de recordarme.
—Vámonos, Adán, por favor.
—¡Contéstame!
—De acuerdo, me comporté como una puta con mi marido.
—Muy bien. ¿Qué clase de puta?
—Se la mamé, pero no soy ninguna puta.
—Me parece bien, ¡dame las braguitas!
—¿Para qué las quieres?
—Dámelas, quiero olerlas.
Cuando se levantó la falda para bajárselas, la hizo parar.
—Espera, quítatelas de espaldas a mí y un poco inclinada, quiero ver el culo que me voy a follar bien abierto.
—Ya te aseguro, amigo, que eso no va a pasar. Ni mi marido ha entrado jamás ahí.
Levantándose de una, la agarró por el pelo y, tirando con fuerza, la obligó a ponerse de rodillas. Se quitó el cinturón y, llevando sus brazos hacia atrás, le ató las manos a la espalda. Muy asustada, empezó a suplicar que no le hiciese daño, y en lo más adentro de su enloquecida mente, pensaba en el error que había cometido dejándose llevar hasta ese punto por un completo desconocido. Pero su cuerpo quería llegar hasta el final de lo que fuera que tuviese que ocurrir allí. Adán se bajó la cremallera del pantalón y sacó una polla impresionante de unos veintiún centímetros, dura como una piedra. Sin mediar palabra, la introdujo en la boca de aquella asustadiza puta casera y zorra sin adiestrar.
Sin miramientos, comenzó a follarle la boca como un animal. Elena se ahogaba con semejante tranca en la garganta y, con el contorno de sus ojos negro por el rímel corrido, culpa de las lágrimas por el ahogo, y tirando babas sobre sus pechos, empezó a correrse sin parar.
—Joder, lo sabía. Sabía que tú disfrutarías más que yo, zorra. —Sacándole la polla de la boca, se sentó en el sillón y, con la mano en la frente, la mantuvo a distancia.
Elena estaba con los ojos cerrados, no quería mirar a su castigador a la cara, pero hacía fuerza contra su mano para seguir mamando.
—¡Quieta zorra! ¿Qué quieres?
—¡Tu leche, cabrón, tu leche! —repitió muy enfadada.
—¿Mi leche? Ja, ja, ja —soltó una carcajada—. Mi leche te la tienes que ganar. Date la vuelta para que te suelte, y te vuelves a girar cuando te lo ordene. Haz lo que mande y serás la puta que necesitas ser.
—No, no soy ninguna puta.
¡Paf, paf! Le propinó dos sonoras hostias. Entonces, sin rechistar, se dio la vuelta. Dándole un par de suaves patadas, le abrió, estando de rodillas, las piernas y metió tres dedos en lo más hondo que pudo de un coño que le quemaba los dedos y que le dejó un pequeño charco de flujo en la palma de la mano. Y, mientras la sobaba a fondo, piernas, glúteos y pechos, la fue corriendo sin parar, sin dejarla coger aire entre orgasmo y orgasmo. Cogiéndola por la cintura, sin haberla desatado aún, la giró y apoyó su pecho contra el sillón. Le abrió el culo y empezó a lamerle el ano, al mismo tiempo que pellizcaba y retorcía su clítoris. Aquello era el cielo para Elena, jamás imaginó que así sería un orgasmo de verdad. Adán se quitó el resto de la ropa dejando su polla al desnudo por completo y mostrando unos cojones enormes, que ella advirtió cuando los apoyó en sus manos atadas. Volvió a lamer su ano y a follárselo con la lengua hasta que Elena se empezó a correr a gritos.
—Fóllame, por favor, fóllame —repitió hasta cuatro veces.
Él le puso su capullo en la entrada del ano y, justo ahí, sin penetrarla, le soltó un chorro de leche.
—¡Joder! no me digas que te has corrido.
—No, zorrita, no. Solo te he dado un adelanto de tu regalo.
Recogió el semen con la mano y se lo puso en los labios.
—Lame mi mano, saborea mi leche.
—¡Ummm!
Estaba brutal, suave y áspera, casi líquida, fácil de lamer, un sabor de locura. Nada que ver con eso tan espeso y blanco de su marido, esto era otra cosa.
—Llevo los huevos llenos, gatita —le susurró al oído—. ¿La quieres toda, golosa?
—Sííí, hasta la última gota.
—Pues gánatela —le volvió a repetir y empezó a meterla en ese culo virgen.
El placer fue algo muy por encima de lo conocido hasta entonces por Elena y el leve dolor, a pesar del tamaño del pollón de Adán, se transformó rápidamente en placer mientras la desataba.
—Ahora, zorrita, gánate a tu macho y su leche —le dijo mientras la cabalgaba.
Elena creía morirse.
—¡Uf! Por favor, no te corras, fóllame sin parar, hazme tuya.
—Ya lo eres, eres mi nueva perra sumisa y una excelente puta.
—No, puta no, por favor.
Adán saco la polla de golpe de su culo, se puso de pie y, sin mediar palabra, dejándola tirada contra el sillón, se marchó al baño.
—Adán… ¿qué ocurre? Por favor, ¿qué es lo que pasa?
Al rato apareció envuelto en una toalla y, dándole la dirección de su casa a alguien por el móvil, colgó. Después, sacó de su pantalón la cartera y extrajo un billete de cincuenta euros que le ofreció.
—Toma, para el taxi que está de camino. Vístete y márchate ya.
—Pero ¿qué he hecho mal? ¿Qué ocurre? ¿Por qué me haces esto…? —decía Elena sin entender su actitud—. Toma, no quiero tu dinero, puedo permitirme un taxi, no soy una puta de cincuenta euros. —Arrojando el billete al suelo, comenzó a vestirse mientras lloraba desconsolada.
Casi a empujones, la echó de su casa, sin apenas dejarla asearse un poco.
—¡No me volverás a ver más, cabrón hijo de puta! —Salió de la casa dando, como cualquiera en tales circunstancias, un tremendo portazo.
Así, acompañada por pensamientos humillantes y tratando de refugiarse en un “debo olvidar lo ocurrido”, Elena quedó quieta en la calle, de espaldas a la casa a la que juró que jamás volvería mientras se enfrentaba a pensamientos sexuales que derrotaban su entereza.
Esperó al dichoso taxi, que tardó una eternidad.
—Estará mirando por la ventana creyendo que volveré a llamar, estará masturbándose viendo el culazo que acaba de despreciar ese desgraciado… No me giraré, no le daré ese gustazo —decía para sí misma.
La llegada del taxi la sacó de su cacao mental.
—Hola —saludó el taxista—. ¿Ha pedido un taxi, señora?
—Señora, sí, soy una señora, no la puta de nadie —se dijo de nuevo a sí misma con voz inaudible.
Abrió la puerta y subió al coche. Cuando este comenzó a andar, no pudo evitar mirar a través del cristal hacia la ventana de esa casa, sin embargo, tras el ventanal solo se apreciaba parte de la oscuridad que se llevaba en su alma. De rabia, rompió a llorar.
—¿Está bien, señora? —preguntó amablemente el conductor.
—Sí, mejor que nunca.
Inconsciente de su belleza y de su exuberante cuerpo, se inclinó hacia su bolso para sacar un pañuelo de papel con el que limpiarse la cara. Ese gesto dejó a la vista del hombre sus hermosos pechos por la abertura de una camisa mal cerrada, que llamó poderosamente su atención. Al taxista se le empezó a poner la polla durísima mientras trataba de ver más allá de sus muslos. Elena advirtió este gesto.
—¿Qué cojones miras? ¿Es que todos me veis como una ramera? —preguntó al conductor muy groseramente.
—No, por favor, le ruego me disculpe, es que no suelo subir pasajeras tan bonitas —respondió él muy sofocado. Ese comentario arrancó una tenue pero preciosa sonrisa a la mujer.
—Gracias. —Sin saber por qué motivo, empezó a contarle lo ocurrido a ese desconocido.
A medida que avanzaba el desarrollo de la historia, el hombre sintió que rompía el pantalón con la dureza de su polla, no podía más. Creyó que se iba a correr imaginando a esa preciosa hembra de rodillas, atada y follándole el culo a saco.
—No siga… por favor. Con todos mis respetos… Estoy a mil —acertó a decir de manera muy sutil.
Elena, sin saber muy bien por qué, miró al retrovisor buscando los ojos del hombre que se hallaban clavados en sus piernas y, mientras se abría todo lo que podía, le mostró su espectacular coño.
—¿Es esto lo que intentas ver?
—Sí —respondió muy sereno el taxista.
Dando un volantazo, cogió un camino y salió de la carretera. A unos cuatrocientos metros, frente a una casa abandonada, detuvo el coche, bajó y se dirigió a la parte trasera. Abrió la puerta y ahí mismo, de pie, se sacó la polla y la mostró dura y chorreando.
Elena, sin mediar palabra, se inclinó hacia ese rabo y comenzó a mamar como una desesperada, a succionar, a lamer… Muy torpemente, comenzó a bajarle los pantalones. Agarrándole por los glúteos y trayéndole hacia su cara en una clara invitación a que le follase la boca, comenzó a moverla de atrás hacia delante en lo que se convirtió en una follada de boca frenética. Antes de que se diera cuenta, el hombre comenzó a jadear y a lanzar chorros de semen, sin avisar, en la boca de Elena, quien lo aceptó de muy buen grado.
Golosamente, saboreó y tragó la corrida que le habían regalado mientras se acariciaba el coño de manera salvaje. Pensaba en lo salida que estaba cuando el hombre sacó la polla de su boca, temblando por la espectacular mamada que le acababan de hacer. Se inclinó entonces a comer esa maravillosa boca que tanto placer le había dado. Su lengua fue bien recibida y lamida por una boca aún llena de leche. Mezclando todos los sabores, y sin apenas bajársele la polla, esta comenzó de nuevo a crecer del morbo que le producía comerse esa deliciosa boca, aún con su propio sabor, que tanto placer le hacía sentir.
Reclinándose, hasta tumbar a Elena sobre el asiento, comenzó a lamer sus pezones mientras le llegaba un olor enloquecedor a coño salvaje, a hembra de las que ya no quedan. Metió su mano en la raja chorreante y caliente y, con los dedos impregnados de caldo, comenzó a lamerlos.
—¡Ufff! ¡Colosal! Tienes el coño más rico que he probado en mi vida.
Pero Elena, que no podía más con su alma, cogiendo su cabeza con ambas manos, obligó al macho a bajar a beber directamente de la fuente de su placer. El coño estaba tremendamente sucio.
—¡Ummm! ¡Qué aroma! Eres la hembra perfecta. —Dicho esto, se dispuso a lamer torpemente alrededor de la vagina haciendo estallar a Elena casi en el acto. Segregó entonces más caldo para su hambriento acompañante, que lamió y lamió hasta hacerla correrse seis veces sin parar.
Era tosco lamiendo su clítoris, apartaba la lengua sin parar y casi la lastimaba por la dureza del vello que tenía en un bigote y barba de varios días. Pero justo cuando Elena le iba a cortar por las molestias, el taxista, poniéndose de rodillas sobre el asiento, puso sobre sus hombros las piernas de ella y, de una tacada, hundió la polla hasta los cojones en ese precioso y dilatado coño.
Paco, que así se llamaba el taxista, era un hombre muy bien armado, pero aun así entró sin ninguna dificultad. De hecho, se podría decir que apenas rozaba las paredes de semejante coño.
—Joder, ¿qué haces? ¡Fóllame! ¡Córreme, joder!
Pero, aunque aguantó un poco debido a que acababa de correrse, acabó por hacerlo de nuevo sin que Elena llegase al éxtasis.
—Perdón, no me había pasado esto nunca. Lo siento, señora.
—Llevas dos corridas, una en mi boca y otra en lo más hondo de mi coño y… ¿aún me sigues llamando señora? —Elena contestó con mucha ironía—. ¡Qué educado eres! —Guardó de nuevo sus pechos en el sujetador. —Llévame, por favor, a la dirección que te di antes.
Paco asintió sin mediar palabra y se subió el pantalón.
—Póngase el cinturón. ¡Pedazo de puta! —dijo entre dientes para que no le oyese—. Acto seguido, se pusieron en marcha.
Había pasado media hora metida en ese taxi, agobiada y sin poder entender nada de lo ocurrido. Sin duda, aquel día marcaría el resto de su vida. Había pasado de estar solo con Antonio desde la adolescencia a follar y mamar pollas como una puta de club en menos de dos horas.
Con el sabor todavía en su boca y el coño chorreando semen, le invadió un escalofrío que recorrió todo su cuerpo cuando se dio cuenta de que, aun habiendo saboreado y tragado toda la corrida del taxista de mierda que no sabía follar, el sabor que predominaba en su paladar era el de la leche de Adán. ¿Cómo era posible? ¡Qué sabor! Ella que pensaba que el semen de todos sabía igual… y el de Adán la mantenía perturbada. Sin mediar palabra, girando ya el taxi para llegar a su calle, se echó la mano al coño y, pensando en su violador consentido, se corrió en los putos morros de Paco, quien no pudo callar.
—¡Eres insaciable!
—Métete en tus cosas, además, has tenido coño gratis. Solo espero de ti que no te hagas el chulo como todos los tíos y vayas a fardar en la parada con tus compañeros, solo te pido eso, soy una mujer casada.
—Por supuesto. Yo soy un hombre legal y discreto. De hecho, me gustaría verte otro día —dijo con una voz calmada y serena.
—Perdona, ¿me dijiste Paco, verdad?
—Sí.
—Mira, Paco, no solo no volverá a repetirse esto jamás sino que, además, te agradecería mucho que si me ves por la calle hagas como que no me conoces.
—Como digas.
—¡Hombre! Al final, después de todo, me tuteas, gracias. ¿Qué te debo?
—Nada, no te preocupes. Te invito.
—Vale, no tengo ánimos de discutir y a nadie le sobra el dinero. Y, por cierto, aféitate por si te sale otro coño que comerte. A las mujeres nos es muy desagradable que en una zona tan sensible nos raspen con la barba, solo como consejo.
Paco la miró y a punto estuvo de decirle que no todos los días suben a su coche putas tan zorras y calientes, pero se contuvo al recordar que, cuando ella subió al coche, le contó el motivo por el que había discutido con su recién estrenado amante. Se limitó entonces a dar las gracias por el consejo y sonrió amablemente.
Ya en la calle, se dirigió a su casa y pensó que no estaba para atender las estúpidas conversaciones de la cotilla de su vecina. Decidió, por tanto, entrar en el portal con el máximo sigilo debido a que las paredes de las viviendas eran prácticamente de cartón.
“¡Ufff! De momento no me ha oído, menos mal”, pensó y abrió con mucho cuidado la puerta de su casa.
Una vez dentro, decidió dirigirse al dormitorio con la intención de quitarse la ropa y darse, lo que podría ser, una ducha de olvido. Estando la puerta de la habitación de par en par, por el pasillo, oyó jadeos que provenían de esta. Se apresuró, sin saber qué estaba pasando por su cabeza, a entrar en la alcoba. Se quedó atónita. Antonio estaba de rodillas y un espectacular mulato le estaba follando la boca. Se retiró rápidamente hacia el marco de la puerta para no ser detectada y permaneció allí mirando y escuchando cómo el mulato llamaba puta a su marido.
—¡Come polla, puta! —decía mientras le daba pequeñas bofetadas.
A Antonio no le cabía todo el pollón del chico, que era bastante joven. ¡Menuda polla se estaba comiendo! Este tenía, a los ojos de ella, un cuerpo precioso, moreno y muy musculado.
—¡No pares, córrelo! —gritó ella rompiendo su silencio.
Antonio se detuvo en seco, pero ella insistió.
—No pares, por favor, luego hablaremos del tema pero sigue, quiero ver cómo lo haces.
Antonio cerró los ojos y siguió mamando. El mulato, que se veía claramente acostumbrado a todo pues seguro que era un chapero, mirando a Elena desafiante, siguió follando aquella boca.
—¿Queréis los dos? A ella se lo daré sin cobrarle.
Llena de ira, celos y excitación, se agachó detrás de su marido, estiró la mano para agarrar la polla del chico y haciéndole una paja en la boca de su marido, le susurró a este al oído…
—¡Vaya! Si resulta que sí vive una puta en esta casa.
Él intento sacarse la polla de la boca para hablar, pero ella se apresuró a ordenarle…
—¡Sigue comiendo, puta de mierda! ¡Come polla, que yo te vea! —Alzando la mirada, se dirigió al chico—. Llénale la boca de leche a mi puta.
El chico rio.
—¿Has oído a tu ama? ¡Córreme, zorra, córreme! Si sigues así, me corres ya —añadió, pero entonces, Elena cambió de idea.
—¡No! Espera.
Apartando a su marido, cogió la mano del chaval y le invitó a tumbarse en la cama. Se puso a cuatro patas sobre él, dispuesta a empezar a chupar ese pollón, pero antes le dio una bofetada a su puta masculina ordenándole de nuevo.
—¡Cómeme el culo mientras le corro yo, y procura que me corra bien a gusto en tu puta boca!
Cuando llevaba un rato mamando, el mulato la hizo parar.
—Espera, bombón, que para ti tengo un regalo.
Sujetándola por la espalda para que no se moviese, se levantó, se dio la vuelta para situarse detrás de ella y, aprovechando que tenía el ano bien lubricado y dilatado, comenzó a follarle el culo. Ella, haciendo un gesto a su marido, le indicó que se pusiera debajo a lamerle el coño mientras era cabalgada por el descomunal macho.
—Córrete fuera, encima de mi culo, para que esta zorra se coma la corrida chorreando de mi culo y mi coño.
Antonio no daba crédito. ¿Quiénes eran? No se conocían. ¡Qué puta vida perdida, llena de represión! Antes de volver a la realidad de lo que ocurría en esa habitación, los chorros de semen que caían le hicieron volver justo a tiempo para degustar tan esperado manjar. Lamió y tragó con glotonería toda la impresionante corrida del cabrón mulato, quien metió la polla en su boca.
—¡Límpiala bien, zorra! —le ordenó.
Ella, aún se corrió un par de veces más viendo la escena y, cuando hubo quedado satisfecha, se incorporó de prisa.
—¡Se acabó, págale a este tío y que salga inmediatamente de mi casa!
Antonio pagó al mulato lo acordado, ochenta euros, y Elena, alzando mucho la voz, le recriminó.
—¡Yo, currando como una desgraciada, hijo de puta, y tú pagas ochenta euros a un tío por mamársela!
—Baja la voz, por favor.
—¡No me sale del coño, cerdo! Y tú… ¡fuera ya de mi casa! —dijo dirigiéndose al chapero.
—Vale, vale, puta. Ya me voy.
Al decir puta, Antonio tuvo que coger corriendo a una enfurecida Elena que se arrojó al cuello del mulato.
—¡Puta tu madre, desgraciado! ¡Vete ya, mamón! —El mulato les mandó un beso con mala leche, se dio la vuelta y se marchó.
—Me voy a duchar. Cuando salga del baño te quiero fuera de esta casa. Vete a casa de tu madre o de tu hermana, pero vete.
—Vale, me voy —consintió dadas las circunstancias—. Te llamo en unos días y lo hablamos.
—De acuerdo. Adiós.
Se metió en el baño, muy triste por el hecho de pensar en cómo la vida que conocía, y de la que era esclava, había cambiado tan radical y a tanta velocidad… Justo antes de meterse en la bañera advirtió que le quedaba semen del mulato encima del glúteo y, sin pensarlo dos veces, lo recogió con el dedo y se lo llevo a la boca. Estaba casi líquido y desecho por el tiempo transcurrido, pero la prueba era solo de sabor. No estaba nada mal, más rica que la de Paco y Antonio, pero nada que ver con el maravilloso sabor del semen de Adán. Tras estudiar bien a fondo el desenlace de ese día, rompió a llorar amargamente sin parar de repetirse: ¡YO NO SOY LA PUTA DE NADIE!
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