Manuel Maestro Real
Un escritor nada convencional
PRIMEROS CAPÍTULOS A TI, TAN SOLO TE MATARÁN
PRÓLOGO
De madre prostituta y padre delincuente, nací el 7 de septiembre del año 1979, perdiendo mi vida con la primera bocanada de aire que entró en mis pequeños pulmones. El médico que asistió mi nacimiento certificó mi muerte y me envolvió en una sábana, dejando mi cadáver a los pies calientes de mi madre.
Habían pasado algunas horas, perdonad que no recuerde el número exacto, cuando empecé a respirar de nuevo como por arte de magia. Mi madre dio un grito y dijo que me había visto moverme. La tomaron por loca. Pero en la lucha que inicié para ganarme eso que llaman el milagro de la vida, me llevó y obligó a insistir con tal fuerza que hasta aquel médico también pudo apreciarlo. Rápidamente, me desliaron de mi pequeña mortaja y me entregaron nuevamente a los brazos de mi madre.
La alegría en esa casa duró muy poco, pues a los pocos días mi vida abandonó otra vez mi cuerpo. Muerto por segunda vez, ya no cabía ninguna duda que este mundo no me aceptaba. Pero yo a él sí, y en unas pocas horas y ya por cojones, volví de nuevo a la vida. Ante la cara atónita de los presentes, arranqué a llorar con fuerza anunciando mi regreso. Así inicié mi vida, así llegó Diego al mundo, me pusieron ese nombre por mi abuelo paterno, que era un reconocidísimo golfo, putero y “un broncas” sumamente hijo de puta.
Mi lactancia transcurrió de hospital en hospital siempre muy enfermo, aporreando sin parar las puertas de la muerte quien, parecía ser, no cesaba de darme con ella en las narices al no dejarme pasar. Así de cruda y descorazonadora fue mi corta existencia de esos primeros meses, pero no imposible.
Pasaron los dos o tres primeros años de mi vida y comencé a desarrollar la triste capacidad de sufrir mientras veía el destrozo que reinaba en el seno de mi dañada familia, quiero entender que se debía a la falta de medios para vivir entre otras cosas.
Empecé a escuchar por las noches las primeras palizas y gritos que mis amargados padres se regalaban el uno al otro con la máxima crudeza. Recuerdo, como si lo estuviese viendo en este mismo momento, cómo no escatimaban en insultos y amenazas, dañando para siempre mi memoria y oscureciendo aquella robada infancia hasta dejarla carente de luz en el interior de un zulo que, parece ser, el destino había preparado para mí.
Transcurrieron unos pocos años más y esos golpes fueron trasladados a mi débil y escuálido cuerpo de niño cada vez que, sobresaltado, salía en la fría noche de mi camastro a aquel improvisado y repetitivo salón del horror donde los combates eran sumamente encarnizados. Se podría decir que aquellos dos humanos, por llamarlos de algún modo, carecían por completo del sentimiento de cariño y del de la protección hacia aquellos que ellos mismos trajeron a un infierno llamado mundo.
Las lágrimas de ese niño nunca pude olvidarlas, pues cada día ganaban en espesor, llegando a formar pequeños surcos en mi piel, debido a las miles de veces que se derramaban sin parar durante tanto tiempo.
Sin protección, sin amparo, sin un superhéroe que entrase por la ventana para salvarme de tan dantesco escenario de dolor y destrucción. Mi vida carecía de valor alguno para mí a pesar de mi corta edad, hasta que una noche mi héroe llegó a mi casa disfrazado de policía poniendo fin a mi tormento. Y, bajo sus palabras en forma de manta mágica, regresé a mi cama e intenté soñar con todas mis fuerzas que cada noche vendría a salvarme. Pero, por muchas noches que regresaba, siempre se volvía a repetir la misma escena, la que, además de no cambiar nunca, acabó convirtiéndome en un niño solitario y amargado con serios problemas para relacionarme con otros de mi edad.
Pronto me eché a las calles buscando con quién descargar mi odio y, como consecuencia de ello, inicié mi particular cruzada contra la sociedad que me dio la espalda y que jamás me brindó ayuda alguna. Por supuesto, estoy hablando de una sociedad aparentemente cívica y totalmente volcada en la defensa y protección de los derechos fundamentales de aquellos que, por este tipo de circunstancias entre otras, siempre fuimos el colectivo más desfavorecido y abandonado a su suerte.
Los años no se detuvieron nunca para que yo pudiera recuperar la infancia que alguien decidió que no merecía tener, o simplemente me la arrebataron porque su incultura siempre les hizo creer que ellos eran lo primero.
Sin escolarizar, sin la protección de unos padres, sin higiene, sin ropa adecuada que me protegiese del frío, sin amigos con quien jugar y sin un cumpleaños que celebrar, pasé una infancia terroríficamente solo. Una que me llevó a dormir en casas abandonadas, repletas de ratas y expuesto a cualquier depredador sexual que, por cierto, en esa época abundaban. Pero sencillamente porque la sociedad de la que hablo nunca quiso identificar lo que hacían como un daño irreparable para un niño.
Con el tiempo aprendí a defenderme de todo: del hambre, del frío, de la pobreza y de la gente malvada que habitaba las calles de aquel viejo barrio en el que me crie y que, de algún modo que no sabría explicar, me ofrecía protección y amparo mientras me enseñaba a caminar por ellas.
La vida en aquellos años me colmaba de carencias imposibles de compartir, pues mis manos continuamente estaban vacías y mi mente se alimentaba de miedo y angustia. Esa misma vida que, tiempo más tarde, regresaba a mi mente algunas noches, casi siempre entre mis sueños, con la intención de acompañarme con su recuerdo durante el día que vendría después y así acabar viviendo y disfrutando de todo cuanto hube logrado a lo largo de todos esos años con más intensidad.
A veces me quedaba sentado en la calle durante horas en las frías noches de invierno mientras mi cuerpo temblaba de arriba abajo por el frío, observando cómo en el interior de las casas habitaba el amor de algunas madres que obligaban a sus hijos a cenar mientras mis tripas rugían por el hambre que me servía la cruda realidad, bien aderezada con lágrimas que no hacían más que seguir congelando mi rostro.
Una vez que veía apagarse las luces de esa casa, echaba a caminar sin rumbo fijo y acababa forzando la cerradura de algún coche para poder dormir en su interior. Eso sí, con el riesgo que conllevaba la paliza que solía llevarme cuando el dueño, al ir a buscar su coche, me sorprendía. Y, como cabía de esperar, acababa despertándome a bofetadas, pues su incultura no le dejaba ver al niño que tanto sufría y que había allanado su vehículo únicamente para resguardarse del frío y de la tiranía que él mismo demostraba con ese gesto.
De nuevo y como casi todos los días, corría semidescalzo por las heladas calles para evitar una buena manta de palos, aprovechando la carrera para robar alguna fruta que se exponía en el exterior de las tiendas, logrando con ello desayunar esa mañana algo más que hostias en la cara para variar.
En esa época en las calles, la diferencia entre la vida y la muerte la marcaba la falta de amor, la ayuda y el hambre que, junto con el frío, atacaban sin parar al niño que aún vive en mi interior y que tan aferrado a mí sigue arropando su alma entre mis recuerdos, contando las desilusiones para poder dormir.
Transcurridos aquellos fríos inviernos, los primeros que viví en la calle y que jamás olvidaré, regresaban los temidos veranos inmensamente lejos de la zona de playa en la que hoy vivo. En una calurosa ciudad de interior, abarrotada de parques con sus balsas de patos y aguas verdosas en las que solía bañarme, llevándome conmigo infinidad de infecciones que formaban enormes costras y despigmentación en cara, cuello y brazos y que, cuarenta años después, aún perduran en casi toda mi piel.
Cansado de todo y hambriento, comencé a desarrollar la habilidad de robar al amparo de la oscuridad que me brindaba la noche allá donde pudiera haber algo de dinero que, más adelante, otros delincuentes me robaban a mí mientras que eran mis propios miedos y cobardía los que me impedían echarle un par de huevos para evitar que me siguiera ocurriendo cada vez que me pillaban por el barrio. Hasta que puse en una balanza el dolor físico que me producían las palizas y el psicológico con el que tenía que vivir cada vez que huía, frente a lo poco que me importaba vivir. Y acabé por volverme cada día más fuerte, dañino y, por supuesto, sumamente violento, siendo yo quien se arrancaba poniendo lo poco que quedaba en mi interior para imponer mi propia ley. Primero empecé a defenderme, tras darme cuenta de mi potencial y aguante dado que descubrí la destreza de mis puños y del manejo de las navajas que siempre llevaba encima y con las que acabé aterrorizando a aquellos hijos de puta que tanto oprimieron mi existencia, llegando a ser peor que ellos en poco tiempo. Pasé a la velocidad del hambre y de la soledad de ser cordero a lobo encarnizado. Pero, sin previo aviso, regresaba el triste y hundido niño maltratado a mí, debilitando mi moral, la cual hoy rige mi forma de ver la vida, impidiendo que llegase a hacer daño a otro ser humano de manera gratuita.
Casi sin darme cuenta, aun pasando mis días eternos y estos a su vez completando años, los inviernos siguieron llegando para recordarme que vivía en la calle, en una calle que jamás olvidaré. Veía casi todas las mañanas a otros niños de la mano de sus madres, que a besos y entregándoles un bocadillo, dejaban en la puerta del colegio y que a mí me llenaba de envidia y dolor. Pensaba en lo mucho que poder ir a un colegio me podría ayudar. Por ejemplo, a tener amigos normales, a poder soñar con vivir como ellos, a enamorarme del cariño que sus madres les tenían y, sobre todo, a tener algo de paz; una palabra que tan mal uso solemos hacer de ella y que yo no conocí hasta muchos años después de aquella miserable época de mi vida.
Ahí fue justo cuando tomé la determinación de querer ir al cole, decidiendo volver a mi casa tras poner una vez más en esa balanza las palizas de mis padres frente a lo que suponía ser un niño más.
Sin embargo, esa ilusión acabó de manera insultante por huir antes que yo de mi hogar, llevándose consigo mi todavía en pañales recién recuperada felicidad y, una vez más, ese niño regresó a las calles muerto de asco y dolor.
Así pasaron unos tres años más, creo recordar, hasta que opté por llamar a la puerta de mi abuela, María, quien me acogió dándome el calor que tanto tiempo costó que entrase en mi corazón de nuevo, aportando todo lo mejor de ella al hombre que hoy les presento y que muchos años después acabaría infinidad de noches llorando sin parar, pensando en ese niño que se acurruca en mi alma cada vez que nos necesitamos el uno al otro y ambos seguimos añorando aquellas envejecidas manos de mi abuela María acariciándonos la piel.
La mayor parte de aquella época pasada, como si tuviera vida propia y poder de decisión sobre mí, me golpeaba sin parar, tirando para arrastrarme hacia un camino de malvivir y delincuencia juvenil que acabé abrazando y aceptando como único medio para poder subsistir.
Volvieron los robos y con ellos los bolsillos llenos de dinero, exageradas cantidades que no hacían más que contribuir a ensuciar mi vida cada día un poco más, a relacionarme con gentuza de mi calaña; aunque confieso que no me sentía a gusto con ellos.
Pronto empecé a conocer a los primeros toxicómanos, los cuales no paraban de machacarme para que comenzase a consumir. Evidentemente, así acabó ocurriendo aunque, sin entender muy bien porqué, nunca metí una aguja en mis venas; por la nariz algo, aunque muy controlado; y los porros, siempre los he consumido y sigo consumiendo.
Cuando andaba por los catorce o quince años, estaba sumamente delgado y con problemas de desarrollo en todos los sentidos, excepto en el de la pillería. Un sentido con el que me alié y con el que me convertí en un delincuente en potencia. Por supuesto, dicha alianza acabó dando con mi cuerpo en la cárcel y por muchos años.
Al salir y convertido en un hombre hecho y derecho. Me dediqué a poner en práctica lo aprendido esos años en prisión. Me inventé una vida nueva, unos estudios con los que justificar el nivel de cultura que adquirí tras haberme leído, y varias veces en algunos casos, la totalidad de cuantos libros había en las estanterías de aquella biblioteca del centro penitenciario al que estuve abonado durante tantos años de mi vida. Quiero entender, sin ánimo de presumir, que soy un hombre bastante inteligente dado que no he vuelto jamás a pisar ninguna cárcel.
A lo largo de los años, aprendí con rapidez a desarrollar cualquier labor que se me encomendara en los trabajos que he ido consiguiendo, llegando a convertirme así en una persona respetada y apreciada en casi todos los ambientes, ya sabéis… ¡Amigos hasta en el infierno!
A partir de aquí y de haberme presentado, os dejo por escrito la espeluznante y apasionante historia que, sin comerlo ni beberlo, empecé a vivir, por así decirlo, casi a finales de septiembre del año 2022, justo después de la pandemia del COVID19.
CAPÍTULO I
AL AMPARO DE LAS SOMBRAS
¡¡¡Hostia puta!!! ¡¡Qué barbaridad!! ¡No me lo puedo creer! Pensé que estas cosas solo se veían en series de ficción, o en pesadillas que se dedican a atormentar a quienes sacian su apetito de dañar a los demás. Jamás imaginé, ni en un millón de años, que pudiese ver semejante brutalidad desde mi ventana. No distinguía ninguna luz, ninguna sombra, pero era imposible no ver el rojo de la sangre. Llegué casi a percibir cómo las suelas de mis zapatillas quedaban falcadas por el espesor del creciente charco que quedaba alrededor de quien la derramaba a chorros sin que se deslizase calle abajo a pesar de la pendiente de la misma. Era como si aquel líquido tan vital no quisiera alejarse del calor de aquel cuerpo.
Mi verdadero miedo no era otro que creer haber visto, incluso desde tanta distancia, mi propio rostro reflejado en la hoja de aquel cuchillo que se agitaba nervioso sin parar, intentando esconderse para siempre en el interior del cuerpo de aquella persona. Quizá tratando de ocultar para siempre el reflejo del verdadero asesino, reflejo que hubiera quedado impreso en su hoja como si de un negativo se tratase y que, a su vez, ahogaba los gritos en lo más profundo de sus miedos. Miedos en los que yo también creía estar ahogándome a su lado. Ahí quieto, junto a ella, estirando mi brazo hacia la superficie de la luz, tratando quizá de encontrar una mano que agarrase la mía para arrastrarme hacia la superficie de aquella oscura y profunda laguna en la que se había convertido mi calle.
Desde mi ventana, podía percibir cómo el fantasma de la locura se arrastraba por la fachada de mi edificio para irrumpir en mi hogar empuñando la angustia y dirigiéndose hacia el interior de mis sábanas de acero, bajo las que me sentía protegido de cuanta maldad siempre merodeaba por mis sueños.
Sin atreverme a moverme y sin apenas respirar, permanecía escondido y asustado para impedir que fuesen mis propios miedos los que acabasen encontrándome para ese fantasma que volvió a ponerme en aquella situación que jamás pensé que volvería a repetirse del mismo modo que lo hacía cuando era niño. Esa protección que, desde siempre, nos ha ofrecido el interior de la ropa de cama, solo que esta vez tuve muy claro que jamás volvería a estar a salvo de aquel nuevo miedo que irrumpió para siempre en mis sueños, maquillándolos de terror usando como pinturas la angustia que años después sigo viendo al cerrarse mis ojos cada anochecer.
¡Joderrr! Casi podía ver su mirada. Me pareció no escuchar nada, únicamente el eco de un jirón de ropas que se rasgaban de la misma manera en la que recuerdo a mi abuela haciendo trapos para el polvo con sábanas viejas cortadas con unas tijeras mal afiladas o simplemente con sus propias manos, y el aullido de un perro que, desde el interior de una casa, pudiese percibir cómo una vida regresaba a la oscuridad del vientre donde fue creada.
Ahí estaba yo, testigo único y absoluto de cuanto acontecía a unos pocos metros de mi vivienda, aunque algunos añadirían que algún tipo de dios también podría estar presente en esa macabra reunión. Tres pares de ojos en toda la calle: unos cerrados completamente por el dolor, otros reflejados en la fría lámina de acero y los míos totalmente sometidos y prisioneros, atrapados entre la víctima y su verdugo.
Todo pasó a la velocidad de un suspiro, el último y más pausado que jamás hube escuchado en mi vida.
Ya situado en mi balcón, bajo los azules, rojos y amarillos que reflectaban en el techo las sirenas luminosas de los vehículos policiales y de las ambulancias que llegaron a los pocos minutos, traté de mantenerme lo más quieto posible. Quizá para no ser descubierto y de esa manera evadir mi responsabilidad por la falta de auxilio. O simplemente para evitar quedar como testigo, viéndome obligado a infinidad de horas declarando en una fría sala de interrogatorios en la puñetera comisaría. Muerto de sueño y cansancio, teniendo que repetir un millón de veces la misma historia a cuantos policías irían cambiando de turno, informándose unos a otros de que en la sala número cinco tenían a un gilipollas que, seguro, lo había visto todo pero que no quería hablar por miedo o vete tú a saber.
Sea como fuere, estoy seguro que habría más de un testigo, porque a esas horas solía haber gente paseando al perro; otros espiando las ventanas de las casas a ver si pillaban cacho; otras personas que, con la excusa del perrito, aprovechaban para dar las buenas noches a sus amantes a escondidas de sus parejas; gente que no les interesaba para nada ponerse a pintar la mona haciendo de buenos ciudadanos; y un noventa por ciento de nuestra nueva escoria ciudadana, esa que siempre te sonríe en el ascensor mientras devora a tu pareja con los ojos y solo piensa en raros y furtivos encuentros sexuales; actos que solo ocurren en su retorcida mente, pero que jamás dejarán nada al azar aunque sea una inconfesable y brutal ficción.
—¡Eh, usted! —Me sacó de mis pensamientos una grave voz que se dirigió a mí, acompañada por un potente haz de luz que, tras buscar por todos los balcones, se detuvo en el mío.
«¡Joder, qué gilipollas soy! ¡Joder, hostias, me ha visto!».
—¡No se mueva! ¿Cuál es su piso? ¿Cuál es el número de su vivienda? —Intenté ocultarme, pero esa voz me avisó de las consecuencias que conllevaría tratar de esconderme mejor y hacer caso omiso.
—Vivo en la puerta noventa y uno, noveno piso.
—¡No se mueva de ahí! Subo en seguida, he de hacerle unas preguntas
—Vale, como quiera.
Contesté a regañadientes cagándome en to lo nacío y maldiciendo por lo bajini sin parar—. «¡¡Hostia puta, joder!! ¡¡Qué mierda!!».
Toc, toc.
—¡Voy! Un segundo. —Abrí lo más rápido que pude para evitar que siguiera aporreándome puerta y timbre a esas horas, poniendo en guardia al mamón del cotilla del edificio que, para más inri, vive justo debajo de mí. Otro anormal que pasa su vida pendiente de la de los demás y que le encanta contar versiones muy distintas y exageradas de todo cuanto consigue pillar de cualquiera, tras pasarse todo el día con la antena puesta. Vamos, que al día siguiente seguro que aparecerían notas por los ascensores de todo el edificio, diciendo que el del noventa y uno es un delincuente y que ha tenido que venir la policía a detenerle para preservar la integridad y buena convivencia entre los buenos y fantásticos vecinos de esta comunidad. Bueno, ahí yo discreparía un poco, pero debatir sobre algo que ni siquiera ha ocurrido me parece de ser más anormal incluso que el cotilla del que hablo.
—Buenas noches, ¿puedo pasar?
—Sí, por supuesto, adelante.
—Necesitaría que me contase, con la máxima precisión, qué ha visto y oído.
Automáticamente me invadió una sensación, aunque yo diría que, más que una sensación, fue algo que, sin la más mínima duda, acababa de adivinar. Y es que, antes de subir a mi casa, alguno de mis queridos vecinos se debió de tomar la molestia de facilitarle cierta información sobre mí a ese policía, independientemente de su veracidad.
Por otro lado, y sin haber tenido que esforzarme en tratar de ser el adivino del momento, pondría mi mano en el fuego a que ese policía, nada más acabar de hablar con el vecino de turno, y ya apuntado en un papelito mi nombre y apellidos, solicitó que se le facilitasen mis antecedentes penales, por lo que su pregunta sonó a todo menos a pregunta.
Tuve muy claro que la conversación que inició no terminaría en mi casa.
—Nada, hasta que habéis llegado vosotros y los de las ambulancias. —Pero mi contestación no pareció sonar muy convincente, al menos para ese tipo, que tenía aspecto de haber estado toda la noche metido en un bar de putas baratas: sudoroso y con pestazo a humo y alcohol. Un tipo de esos que protagonizan la típica película que solo verías de casualidad, haciendo zapping, una noche en la que es imposible dormir o en la que algún chófer de autobús hubiera puesto para tocar las narices a los pasajeros en el trayecto de Madrid a La Coruña. Sea como fuere, el caso es que ese sabueso de propaganda se estaba mosqueando.
—Si no le importa, le voy a pedir que se cambie de ropa y me acompañe a comisaría.
«¡Joderrr! Eso es lo que tanto temía, ¡menuda mierda! ¡¡Manda cojones!!». A punto estuve de decirle que mejor me iba en pijama, por lo mucho que veía que se iba a alargar la jodida noche.
—Pues sí que me importa, la verdad. Prefiero ir otro día o seguir charlando aquí con usted.
—Pues yo prefiero que se vista, como ya le he pedido, y me acompañe; aunque a lo mejor prefiere que suban mis compañeros de narcóticos y, tras averiguar de donde sale el pestazo a marihuana, les acompañe a ellos esposado.
—¿Me van a detener por consumir maría en mi propia casa? ¡Joder, cómo está el patio!
—A lo mejor, no. Pero ¿quién sabe si buscando la dichosa marihuana te ponen la casa patas arriba? Ya sabes, de esas que muestran algunos propietarios a los reporteros de los telediarios después de recuperarlas tras haber sido invadidas un par de meses por okupas. No sé si me captas.
—Perfectamente. Me cambio y le acompaño.
—Coja, por favor, su DNI también.
—Sí, claro.
Me tocó tanto los cojones ese imitador de Colombo que, al pasar a la habitación a cambiarme de ropa, aproveché y me metí en el bolsillo una bolsita de maría para luego, al salir de la puñetera comisaría, fumarme un buen leño.
—Estoy listo —dije haciendo acto de presencia en el salón algo arreglado y peinado, tras haberle dado dos o tres caladas al peta que tenía en el baño y que, a su vez, fue el chivato que olió ese sabueso. «De perdido, al río», pensé cuando volví a encenderlo de nuevo. «Total, ya lo ha olido, pues al lío»—. Cuando quiera.
—Estupendo, en marcha pues.
Bajamos a la entrada del edificio y me hizo esperar ahí quieto mientras él cruzaba a la otra acera donde yacía el cadáver de la tipa esa tirado en el suelo, tapado con una especie de sábana gris. Habló algo con uno de los policías que se afanaba en acordonar rápidamente la zona y en echar a cuantos curiosos y cotillas se acercaban tratando de averiguar, de manera muy morbosa, quién era la persona que estaba bajo aquella sábana. En breve regresó y, tras indicarme cuál era su coche, nos acercamos al vehículo. Una vez que él entró, se afanó en intentar abrirme la puerta del copiloto y pude subir cuando logró despejar el asiento en el que me señaló, de muy malas formas, que podía sentarme. Se podría decir que el cierre centralizado se centraba en no funcionar y creo que tardó más en desplazar su barriga hacia mi asiento para poder abrirme que el inmenso y eterno rato que necesitó para tirar hacia los asientos de atrás cosas como revistas mugrientas del año la polka, vasos de plástico no vacíos del todo con restos de café y whisky, paquetes de tabaco vacíos y un par de paracaídas. Para aquellos que no sepáis qué son los paracaídas, en la jerga de la gente que consume cocaína, es como se le llama a los trozos de bolsita donde los camellos envuelven los gramos que venden a los consumidores de este tipo de sustancias. A punto estuve de decirle: «¿Y tú vas a hacer que tus compañeros de narcóticos registren mi casa? Si contigo tienen aquí en el coche para un par de semanas, ¿¡de qué coño vas!?». Pero claro, cualquiera tenía huevos a soltarle eso a ese tío que iba armado, siendo las tantas de la noche y que te estaba llevando a comisaría para declarar sobre un asesinato que había ocurrido enfrente de tu ventana.
Me subí al vehículo cuando hubo terminado de despejar eso a lo que por esta vez llamaré asiento, con el miedo que conllevaba haberme quedado pegado para toda mi vida entre toda esa mugre que llevaba el colega. Nos pusimos en marcha y nos dirigimos a la comisaría de la Policía Nacional. En el trayecto, pude oír cómo ese superpolicía de los suburbios televisivos, iba pasando por radio la descripción del pasajero. Por supuesto hablaba de mí, yo era el tío al que llevaba a declarar y cuando facilitaba algún dato más sobre mí a la central, me miraba de arriba abajo sin cortarse ni un pelo. Además, lo hacía poniendo cara de poli duro y de pocos amigos. Eso me hizo reflexionar y pensar en cómo me estaba describiendo él y cómo me veía yo, pues hacía mucho tiempo que no trataba de describirme a mí mismo. Quizás ese fue el momento idóneo de darme un pequeño repaso y comprobar cuán acertado estaba siendo ese tío en la descripción y radiografía que estaba tratando de hacer sobre mí. No tuve que romperme mucho los sesos, pues no había mucha diferencia entre la cutre y peliculera descripción que ese gilipollas estaba haciendo y cómo considero yo que soy: hombre blanco, español, cuarenta y tantos de edad, de metro setenta y dos, unos setenta kilos de peso, moreno de piel y cuerpo atlético aunque no cachas. Yo añadiría que me veo algo resultón, mirada penetrante, cara de no muchos amigos, algo cabrón y borde y, a pesar de tener una jeta que expresa estar un poco de vuelta de todo, no es la de un asesino. Aunque ese me miraba como si yo fuera el mismísimo Marqués de Sade.
—Cuénteme todo lo que ha visto. —Ahí comenzó y a destajo, una interminable batería de estúpidas preguntas en aquella puta, fría y desangelada sala de interrogatorios—. ¿Dónde estaba usted exactamente? —Además tienen la puta costumbre de formular las diez primeras preguntas, antes de darte tiempo a contestar la primera de todas. Y así sucedió, sin parar con las demás. He de decir que a mí este tipo de caos me raya mucho, por lo que suelo perder la paciencia y acabo por mandar a tomar por el culo al más pintao, aunque en esa ocasión más me valía cortarme un poco y ser cauto. Inicié un ejercicio mental de relajación para controlar, ser rápido en las respuestas y poder irme a mi casa lo antes posible, volver al calor de mi cama, a tomarme una pastilla y descansar a pierna suelta. Sobre todo, porque sabía que cierta hija de puta no volvería a ser la mosca cojonera del edificio.
«¿¡Mosca cojonera!? ¡¡Y una mierda!! A la hija de perra que se han cargado la tenía enfilada medio pueblo, a esa asquerosa la tenían que haber matado hacía mucho tiempo. Desde que tuve la desgracia de cruzarme con ella, hasta hoy que la han callado para siempre, ha sido un suplicio. A esta basura de despojo y desperdicio de quirófano a la que llamáis persona, le teníamos ganas todo dios. ¡Joder, Diego! Piensa en otra cosa, el poli haciéndote preguntas comprometedoras y tú sonriendo de felicidad, se te está notando lo mucho que te alegra lo ocurrido».
—Oiga, amigo, ¿está aquí? ¡Tierra llamando a declarante!
—Sí, sí, perdone. ¿Qué decía?
—Le preguntaba que dónde se encontraba usted alrededor de las dos y cuarto de la madrugada de hoy.
Me hubiera encantado contestar… «Matando a esa escoria, ya sabe, sacando la basura», pero mi juiciosa cabeza me trajo rápidamente de vuelta al planeta tierra.
—Tomándome un relajante muscular, un Orfidal y un Paracetamol para intentar dormir y descansar por una noche, pues tengo lumbalgia y padezco de insomnio crónico. —De nuevo estuve a punto de añadir una de las mías y decir: «Pero esta hija de puta hasta matándola para quitártela de encima, te acaba jodiendo la noche». Por suerte, mi ya mencionada juiciosa cabeza se hizo con las riendas de la situación una vez más y evitó que mis verdaderos pensamientos y sentimientos se descocasen a placer y acabase con mi esqueleto en la cárcel en régimen de prisión preventiva a la espera del juicio en el que, por mi forma de regocijarme, me hiciera parecer un animado asesino en serie. Y es que, en la vida real, la que hay al otro lado de mi cabeza, sobre todo si se acaban de cargar a alguien, este tipo de pensamientos te joden vivo.
—Bien, ¿vio o escuchó a alguien que fuera conocido?
—Sí, claro. Oí, como casi siempre, a la que han matado liándosela a alguien, pero como es tan normal en ella no me di mucha prisa en asomarme.
—Espere, ha dicho que escuchó a la víctima discutir con alguien, ¿y no reconoció la voz de la persona con la que discutía?
—No, porque cuando se discute con esa asquerosa, solo se la oye a ella gritar, insultar y amenazar y, o la matas o no se calla.
—¿¡O la matas, ha dicho!?
—A ver, oiga, es una forma de hablar. Era para que entendiese por qué no pude oír a la otra persona. Esta tía siempre que la liaba, y eso era a diario, sus broncas siempre eran así como le he dicho, siempre gritando y amenazando de muerte. —Y ahí sí que se me escapó una leve y satisfactoria sonrisa, como cuando estás en la cola de algún sitio, en el banco por ejemplo, con un dolor de tripa de esos que necesitas tirarte un buen pedo pero temes que se descontrole y lo oiga todo el mundo presente por lo que sales a la calle a toda hostia, te subes en el coche y te tiras no uno, sino dos o tres pedacos que retumban hasta los cristales y te bajas totalmente satisfecho directo al bar a hacerte un buen carajillo de coñac… Pero nuevamente ese policía me sacó de mi precioso y perdido pensamiento.
—¿Le parece divertido? ¿Sabe que han matado a una persona y que podemos estar aquí toda la noche y la de mañana también?
—Mire. Con todos mis respetos… ¡Me importa una mierda que se hayan cargado a esa basura! —exploté ya por fin, importándome bien poco lo que pensase ese Colombo de pacotilla—. Sí, me parece divertido y me parece irónico que esta tipeja siempre estaba amenazando de muerte y, sin que hubiera una sola amenaza por parte de su verdugo, al menos no una que yo hubiera oído, la mataran de verdad. Luego, sí, me divierte y me alegra. Y ahora, si quiere, me encierra o haga lo que le salga de los cojones porque o me acusa y llama a un abogado o yo me voy a dormir a mi casa de una puta vez. Estoy harto de esta historia. ¡Ah! Y, si quiere, ponga en mi declaración que me alegra mucho saber que han matado a esta tía asquerosa.
—Si de mí dependiera, tú de aquí no te irías de rositas. No porque crea que eres culpable, sino por tu forma de reírte de algo así.
—Cómo se nota que no la conocías, porque yo llego a ser poli con un arma encima con todas las que me ha hecho y no respondo.
—Mira, déjalo porque te estás empezando a complicar la vida. Creo entender tu rabia hacia la víctima y, además, sí que nos constan muchas intervenciones que hemos tenido con esa persona, pero te estás columpiando un poco y esto es muy serio; por mucho menos hay gente pudriéndose en el talego. Lo dejaremos en la parte en la que declaras no haber visto nada, firmas la declaración y si quieres te llamamos un taxi y a casa, aunque te pediré que no abandones la ciudad en unos días por si necesitamos aclarar algo contigo.
—Vale, de acuerdo.
Firmé la declaración, pedí que me llamaran un taxi tal y como se me sugirió y me fui a casa. En el camino solo pensaba en que aquella tipeja jamás me volvería a molestar. Y, en lo que a mí respectaba, le podían dar por donde amargan los pepinos.
Llegué a mi calle y le dije al taxista que se detuviese en la esquina anterior a mi casa.
—¿Qué le debo?
—Serán dieciocho con cincuenta, por favor.
«¡Joder! Esta cabrona, hija de la gran puta, ¡hasta muerta me acaba tocando los huevos!».
—Tenga, cóbrese los veinte.
El taxista se quedó un rato parado, observando la escena que todavía se hallaba acordonada y con algunos vehículos de emergencia bloqueando la calle. «Quizás esperando al juez para levantar el cadáver cuando acabasen los de la científica», pensé yo.
Me detuve al amparo de las sombras, en la semioscuridad que la ausencia de luz de una de las farolas me ofrecía, a tan solo unos metros del escenario del crimen. Y ahí, tranquilo y sereno, sabiendo que nadie me diría nada, dado que venía de declarar, me senté en el suelo y me lie un canuto de maría. María que había llevado en el bolsillo con todo el descaro del mundo a la comisaría. Di largas y profundas caladas al que sería el mejor peta del día. ¿Qué coño del día? ¡Del año! De haber tenido algún tipo de lastima por esa tía, estoy seguro que también me la hubiera fumado en aquel porro. Y, a la vez que iba cogiendo un dulce colocón, me empezó a entrar un sueño de esos que dices, y valga la redundancia, le voy a hacer sangre a la cama.
CAPÍTULO II
LA MUERTA AL HOYO
Brom, brom, brom.
«¡Me cago en to lo que se menea!» Ya estaba el mamón de siempre a las ocho de la mañana con la puñetera máquina del demonio, soplando las hojas y demás cosas que hay tiradas en las aceras. «¡Joder, qué pedazo de cabrón el tío que puso, en las manos de los barrenderos y conserjes de los edificios, esta infernal herramienta en vez de seguir barriendo como se ha hecho toda la vida! ¡Menuda tocada de huevos!». Ahí estaba yo, toda la noche sin dormir entre pitos y flautas, habiéndome acostado casi al alba, cansado pero feliz; sí, feliz por lo ocurrido, lo reconozco abiertamente como ya le dije al tal Manuel Carrasco, al prototipo ese de Colombo que me tuvo casi toda la noche mareando la perdiz con lo de la pobre e inocente mujer asesinada; y para colmo, desde bien temprano la puta maquinita de soplar. Me puse los tapones en los oídos, que con todo el lío se me olvidó cuando me metí en la cama, cerré todas las ventanas y la puerta de mi habitación para aislarme del condenado ruido, pero ni a hostias me lo quitaba de encima. «¡¡De puta madre!! El soplagaitas de turno ya logró una vez más desvelarme y joderme bien jodido». Por lo que, tras recorrer unos trescientos metros de vueltas para acá y para allá por la cama, tratando de reconciliar el sueño, decidí aceptar la derrota y opté por levantarme. Me tomé un yogur casi al mismo tiempo que me fumaba un cigarrillo, me metí con el móvil al baño como todo el mundo, me di una ducha y, mientras me cepillaba los dientes, pensaba a qué bar iría a tomar mi carajillo. He de añadir que el bar lo suelo elegir dependiendo de con quien me quiero juntar esa mañana. De hecho, tengo un par de bares controlados donde ir cuando no quiero ver a nadie, que era justo lo que me ocurría ese día.
Elegí el pantalón y polo que me pondría, que venía a ser el mismo del día anterior, pues no tenía espíritu de ponerme a ver con qué ropa estaba más o menos mono, total, aunque la mona se vista de seda… y me calcé unas gafas oscuras que me taparan el careto de insomnio que llevaba, porque la verdad es que tenía pinta de yonqui superdemacrado. Cogí el ascensor y cuando llegué a la planta baja para abandonar el edificio, llamó mi atención un trozo de papel bastante grande con pintadas rojas que asomaba por la ranura de mi buzón, por lo que decidí cogerlo y averiguar qué era y ¡¡coño!! ¡¡Sorpresa!! Era una nota escrita con letras supergrandes y gruesas con rotulador rojo que decía: «Sé que anoche me viste y también sé lo que hiciste después».
«¿¡Sé lo qué hiciste!? ¿Pero qué soplapollas me deja este tipo de notas? Un poco más y me pone: «Sé lo que hiciste el último verano». Madre mía, qué deficiente tiene que ser este elemento», pero mi risa poco a poco empezó a desvanecerse y a huir ante la presencia de una creciente inquietud aderezada con cierto miedo que, juntos, comenzaban a invadir mi ya castigada mente por el mal despertar con la dichosa máquina de soplar.
Como suele ocurrir en todas las escenas que seguro habéis visto en las pelis de miedo, yo hice lo mismo y, a la vez que me eché al bolsillo la nota, tragué saliva a duras penas. Miré con cierto temor hacia los profundos pasillos del portal y salí cagando leches como alma que lleva el diablo.
Ya en el bar, sin compañía y rodeado por un montonazo de trabajadores que estaban almorzando en ese garito del polígono donde fui, y en teoría a salvo, decidí sacar el papel y volver a leerlo de manera más pausada y detenidamente. Mi nueva primera emoción fue una vez más, descojonarme por cómo lo escribió quien quiera que fuese, por ese rasgo cinematográfico que mostraba de peli chunga de esas en las que no se te pasaría por la cabeza, pero ni loco, llevarte la mano de tu chica a la pilila para que te la casque un poco al amparo de la oscuridad del cine. Porque, al aparecer el asesino en pantalla de sopetón, esta, a la vez que grita, da un salto sin soltártela y adiós pilila. Al mismo tiempo que me imaginaba esa retorcida escena, me paré a repasar concienzudamente paso a paso todo lo que vi la noche anterior, quizá tratando de encontrar en esta cabeza mía alguna imagen en la que el asesino y yo hubiéramos cruzado miradas. Si fue así, estaba claro que mi mente lo había olvidado o borrado, pero lo que empezaba a perturbarme de verdad era pensar si eso llegó a ocurrir así y esa persona sí que me recordaba ahí quieto observando. «¡Hostias, estoy jodido!», pensé. Me hice un porro, cogí el vaso del carajillo y me aparté de la terraza a fumármelo en un vano intento de calmarme; digo en vano porque el consumo de Cannabis en situaciones tensas como esa, lo más normal es que te raye y te dé paranoia.
—¡Hola, chaval!
Me dieron un toque en el hombro y salté como un puma hacia una posible presa después de dos semanas sin probar bocado, solo que a mí lo que me produjo fue un susto de muerte.
—¡Hijo de puta! ¡Qué susto me has dao, mamón!
—¡Joder, colega! Estás blanco. Vaya si te has acojonao.
—Es que me has pillao to empanao dándole al tarro con una tía que mataron anoche enfrente de mi balcón en la calle.
—¡Va, chaval! ¡No me jodas! Lo he oído esta mañana, lo estaban contando en el curro. ¿Ha sido en tu calle?
—Sí, tío. Pa fliparlo, Javitín, pero eso no es lo peor.
—¡No jodas, tío! ¿Peor que maten a una tía?
—Sí, colega. A esa que la follen, menuda prenda. Todos los putos días de líos con todos los vecinos. La colega es… bueno era, una loca que te cagas.
—Ya, tío, pero…
—¿¡Qué coño!? Pero… me enfiló un madero con aires de Colombo en versión farlopero to guarro y me tuvo casi toda la noche declarando en la comisaría de Benidorm.
—¿Declarando? ¿Es qué viste algo?
Al preguntarme eso el Javitín me acojoné una vez más. Mi mente no estaba clara y sé que vi cómo la mataban, pero no recordaba ninguna cara. Por un momento, todo paranoico, llegué incluso a pensar que mi amigo podía ser el asesino y quería saber qué es lo que vi, pero la cordura regresó a mí y rápidamente abandoné semejante barbaridad. Aunque de todos modos traté de ser cauto en la respuesta que di a mi amigo.
—¡Qué va! Lo que pasó es que con todo el lío que se montó imagínate tío…
—Me lo imagino, un crimen así en La Cala… y más en tu zona que es supertranquila.
—El caso es que me puse de pipa en el balcón y este poli empezó a enchufar con una linterna por los balcones y me pilló mirando.
—Ya, macho, pero como tú habría más gente. Una cosa así entiendo que estaría to dios asomado a los balcones.
—No lo sé, solo sé que al único pringao que pilló de punto fue a mí.
—Ja, ja, ja.
—No te rías, cabrón.
—No, nano, es que vaya tela. Te metes en todos los fregaos, no sé cómo te las arreglas.
—Pues ya ves, Javitín, en mi línea. —Ahí estuve a punto de contarle lo de la nota, pero me frené, quizá porque aún permanecía esa desconfianza en mi interior—. Si a alguien tiene que pasarle algo raro, ya sabes que ese es Diegueitor.
—Ya veo, tío.
—Ya, es lo que hay.
—Bueno, nen, te dejo que vuelvo al curro. Dame un par de tiros de eso que fumas.
Le pasé el canuto al Javitín y, tras unas caladas, se despidió de mí y se marchó. La verdad es que, por un momento, y gracias a ese amigo, me pude descongestionar un poco, e incluso llegué a olvidar por unos minutos el tema de la nota.
Ring, ring, ring.
—Hola, Diego, ya empezaba a preocuparme.
—¿Por qué, nena?
—Hombre… porque llevas desde ayer por la tarde desaparecido en combate.
—Sí, te cuento…
—A ver qué película eres capaz de inventar para justificar que ni siquiera me llamaras.
—Verás, Sara… Bla, bla, bla… —Y así durante un buen rato contándole todo lo vivido el día anterior.
Aquella no paraba de decir cosas, tales como: ¡Madre mía! ¡Vaya tela! ¡Joderrr! ¡Hostia puta! Y así un estupendo y rico vocabulario de expresiones de asombro, aunque el motivo de mi llamada nada tenía que ver con tener que volver a contar una vez más lo sucedido.
—Sara, cariño, cuando acabes de flipar, ¿te apetece que nos veamos hoy después del curro?
—¡Claro, cariño! Estarás supermal. ¡Ayyy, pobrecito mío!
—¿¡Pobrecito mío!? De pobre nada, lo que quiero es echarte un buen polvo.
—¡Joder, macho! Yo ahí toda preocupada por tu trauma y tú solo pensando en sexo. Eres la leche, tío.
He de decir que Sara y yo somos novios desde hace un buen puñado de años y que ahora, que acabo de heredar el ático donde vivo, probablemente empecemos a vivir juntos, pues ya se lo he pedido y no ha dicho que no. Pero, mientras tanto, gracias a que ya tengo mi casa, nos estamos ahorrando un pastón en hoteles y en gasoil cada vez que queremos echar un polvo. Y es que la ha estado compartiendo conmigo mi hermana Luisa unos años porque no tenía otra cosa, hasta que se casó hace relativamente poco.
—Entonces, ¿vendrás a consolarme, cariño?
—Sí, pedazo de cabrón, iré a consolarte.
—Vale, nena, pero una cosita…
—Dime.
—Tráete alguna ropita chula y morbosa para ponerte luego aquí en casa.
—¿Y no prefieres qué la lleve ya puesta debajo del vestido?
—¡¡Ummm!! Sí, sí, sí, ya lo creo.
—Bueno, te sorprenderé con algo especial ya que estás tocado.
—Sí, cariño, estoy muy tocado. Hundido me atrevería a decir.
—Venga, notas, te dejo que tengo que seguir. En tu casa sobre las ocho y media.
—¿Tan tarde?
—¿¡Qué quieres, tío!? Hoy me toca en laboratorio y estamos hasta la bandera con las analíticas del Covid y con esta nueva de la Viruela del mono.
—Okey, entiendo, pero vente directa.
—A ver, macho, céntrate. ¿Quieres o no quieres que me ponga algo sexy para ti hoy?
—Por supuesto, en eso hemos quedado.
—Luego entonces ya habrás deducido que no suelo ponerme ciertas cosas para venir al curro.
—¡¡Ummm!! ¡Qué morbazo! Estaría bien.
—Sí, claro. Poniendo cachonda a la peña, a los cuatro salidos que tengo por aquí rondándome todo el día. Salgo a hostias, vamos. Te dejo, moñas, besito.
—Adiós, tía borde. —La tía borde la verdad es que es una pasada de mujer. En lo que a mí respecta, reúne todas las condiciones y características con las que un hombre puede soñar y además en todos los conceptos.
Llegué a casa y comí algo de manera frugal, me metí en la cama a intentar dormir algo para cuando fuese Sara tener mejor aspecto y evitar que, en vez de echar un buen polvo, la historia se centrase en un estado de compadecencia hacia mí en el que no me dejase opción de tirar cacho como era debido.
Haciendo un poquito el vago en la cama y algo de zapping, dejé que poco a poco el sueño fuese calando en mí y me quedé dormido hasta bien entrada la tarde. A eso de las siete y media, me desperté y me puse en marcha dándome una buena y merecida ducha con la intención de acicalarme bien para cuando llegase mi chica estar perfecto para ella. No quería que nada fallase porque, además, llevaba ya varios días a pan y agua. O, como dirían algunos, en dique seco. También tuve que realizar varios ejercicios mentales de concentración para poder expulsar de mi mente todo lo que había visto la noche anterior y evitar con ello venirme abajo a mitad de la función si ciertas imágenes llegaban a repetirse en mi cabeza.
Sara llegó y entró como siempre por el garaje del edificio, dado que tenía las llaves de todo lo mío, incluido mi corazón. Además, en mi edificio, siempre hay plazas de aparcamiento vacías por aquello de que no siempre todas las viviendas están alquiladas o vendidas.
¡Zas! Recibió un puñetazo en toda la mandíbula nada más bajarse del coche que la derribó en el acto y, de manera brutal, aterrizó de bruces en el suelo. Alguien que iba totalmente tapado de pies a cabeza con ropa negra, con una pinta que más bien se asemejaba a los antiguos ninjas japoneses, se agacho junto a ella y, sin mediar palabra, cogió el bolso que estaba junto a sus pies para comenzar a registrarlo en profundidad.
Sacó la cartera, la abrió y extrajo del interior el DNI. Después esperó pacientemente a que Sara recuperase la conciencia, dado que había quedado muy aturdida por el golpetazo recibido.
Cuando esto hubo ocurrido, ella lo miró fijamente, pero lo único que consiguió ver fue su propio rostro reflejado en los grandes espejos de las gafas de sol de su agresor. Se disponía a gritar como una posesa para pedir auxilio, pero antes incluso de poder llenar sus pulmones de aire para ello, se vio nuevamente bloqueada. Aunque esta vez, nuestro amigo optó por ahorrarse otro mazazo en la cara de Sara. En lugar de sacudirle, el colega, en plan peliculero, se llevó un dedo a la boca por encima de la mascarilla con la que se tapaba en señal de petición de silencio. Al mismo tiempo, esgrimía un imponente cuchillo de cocina con el que simulaba en su propia garganta un degollamiento como advertencia para que Sara enmudeciera el fallido grito de socorro, cosa que ocurrió tal cual.
Estiró la mano con la que tapaba sus labios y, tras ponerle prácticamente el carnet en la puta cara, se lo guardó en el bolsillo delantero de su chaqueta dándole a entender que, a partir de ese momento, tendría en su poder todos sus datos y, como consecuencia de ello, el control y poder sobre ella.
Tras indicarle que permaneciera quieta, se dio media vuelta y se marchó tranquilamente como Pedro por su casa.
Sara entró en casa totalmente presa del pánico, llorando en silencio, ahogando su angustia en sus propias lágrimas y sangrando por la comisura del labio y nariz.
—¡¡¡Diego, Diego!!! —empezó a gritar cada vez con más fuerza al no obtener respuesta por mi parte. Asustada como se encontraba, no quiso aventurarse a buscarme por el interior de la casa y en su lugar salió despavorida hacia el rellano esperándose lo peor y tratando que algún vecino saliese a socorrerla.
Su vida se iluminó cuando me vio aparecer al fondo del pasillo con una gran sonrisa y, por supuesto, ignorante por completo de lo recientemente acontecido.
Fue a unos tres metros de ella cuando pude percatarme de su estado en general, lesiones y estado emocional. Salté como un gato a toda velocidad a socorrerla y la apresé con fuerza entre mis brazos.
—Cariño, ¿qué te ha pasado? ¿Has tenido un accidente? ¿Estás bien? ¡¡¡Ay, Dios mío!!! Pero ¿qué ha pasado, mi vida? —En ese momento y casi por inercia, creo que de algún modo entendí por qué el dichoso Colombo de las narices hacía diez preguntas a título ametralladora, antes de dejar contestar a la primera—. ¡Háblame, cariño, me va a dar algo! —Estaba quieta, llorando sin parar. Creo que al saberse a salvo en mis brazos y al verme a mí entero—. Entremos en casa, cariño, y me cuentas.
Una vez en casa, me contó lo sucedido y no hizo falta ser un genio para saber que aquel hijo de perra cobarde era el puto asesino, que con ese nuevo ataque dejaba de una vez por todas claro que se aseguraría de taparme la boca para siempre, independientemente de si le vi o no cometer el crimen. Fue entonces cuando conté a mi chica lo de la nota del buzón, cosa que omití esa mañana en mi primera conversación con ella para evitar asustarla y joder el ya más que jodido polvo que tantos días llevaba esperando.
—Sí, cariño, me da que este tiparraco, porque por lo que has podido ver está claro que es un tío, va a tocar los cojones bien tocados.
Esa noche no me tiré ni al suelo, en términos más precisos. Cuando ella se durmió en mi cama, primero aparté con sumo cuidado la sábana y estuve un buen rato disfrutando de la vista que ofrecía su precioso cuerpo, deteniendo mi andadura visual en aquellas braguitas negras caladas y sumamente transparentes que se puso para lo que, en principio, debió haber sido una fantástica noche de sexo. Ahí es cuando ya me fue casi imposible dominar mi excitación y tuve que volver a taparla con la sábana, arroparla para que descansara a gusto, pues el Valium que tomó la dejó frita y dormía como un bebé. Mientras, yo acabé en el cuarto de baño dándole cuerda al muñeco, imaginando que hacía mío sin parar, todo cuanto acababa de observar.
A la mañana siguiente, dado que Sara la noche de los actos se negó a salir de casa, nos levantamos y juntos nos fuimos a comisaría en busca de Colombo a contarle lo ocurrido y a enseñarle la nota que había recibido en mi buzón.
CAPÍTULO III
ESTABILIDAD EMOCIONAL
Nos levantamos algo temprano, quizá porque esa dichosa inquietud procedente del miedo, se mantuvo toda la noche vigilante a los pies de mi cama haciendo guardia y custodiando la frontera que separa los sueños de las pesadillas. Pesadillas que, por la forma en la que Sara se agitaba, daba la sensación de estar sumida. Sin duda, un violento sueño que se había cebado con ella, obligándola a revivir su terrible experiencia en el garaje.
Un desayuno poco animado, entre otras cosas por la ausencia de casi la totalidad de conversación; una breve ducha que, para colmo de mis desgracias, tuvo lugar por separado; y antes de empezar a dejar que el miedo impusiese su ley ante la entrada peatonal al garaje, nos apresuramos a meternos en mi coche con rumbo a la comisaría en busca del inspector Manuel Carrasco, dado que fue con ese hombre con el que, de algún modo, toda esta historia comenzó para mí.
—Hola, buenos días.
—Buenos días, señor, ¿en qué le puedo ayudar?
—Necesitaría hablar con el inspector Manuel Carrasco.
—Muy bien, señor. Dígame, por favor, de qué se trata para que le pase el aviso, y su nombre y apellidos.
—Sí, claro. Es sobre la chica que asesinaron antes de anoche en La Cala.
—¿¡Antes de anoche…!? ¡Ah, vale, el martes! ¡Como para olvidarlo!
—Sí, yo estuve aquí declarando con este señor, porque esto ocurrió casi debajo de mi balcón. Su compañero me hizo acompañarle para declarar, como le he dicho antes.
—¿Y su nombre, por favor?
—Diego Ferrer.
—¿Y usted, señorita? ¿Van juntos?
—Sí, Sara. Soy su novia, vengo a acompañarle y a denunciar una agresión que tuve ayer en el garaje donde vive mi novio precisamente.
—Ya. Pero entonces usted viene, por lo que me dice, por algo distinto, ¿verdad?
—No, verá —interrumpí al policía que, por cierto, empezaba a sacarme ya de quicio—. Creemos que todo está relacionado, pero con todos mis respetos le agradecería mucho que llamase… —a punto estuve de decirle «al inspector Colombo», pero rectifiqué a tiempo y evité que los nervios me pusieran ante una nueva e incómoda situación—, al inspector Manuel Carrasco, por favor. Él entenderá todo y además me pidió que, si recordaba algo de lo que vi o bien ocurriese alguna cosa rara, que acudiese a él directamente.
—Entiendo. Si quieren sentarse un momento en esa sala de ahí enfrente —dijo a la vez que me indicaba un cuartucho algo abarrotado de peña con unas pintas para fliparlo—. Voy a localizar al inspector.
Miré hacia la sala de espera poniendo cara de desacuerdo y algo de asco, tratando de dar a entender a aquel poli que ni de coña me metía ahí y menos con Sara que iba arreglada y muy provocativa. Al haberse quedado a dormir en casa, no tenía ropa más discreta que ponerse esa mañana pues, tal como yo le pedí, vino ya vestida con algo de morbo para el juego al que, por cierto, me quedé con ganas de jugar.
—Preferimos, si no le importa, esperar por aquí. —Esa sugerencia por mi parte no le sentó muy bien al madero que, tras ponerme cara de mala hostia, pegó un buen repaso al escote y muslos de Sara. Cogió el papel donde hubo apuntado todo y, recolocándose descaradamente el abultado paquete que le aumentó tras comerse a mi chica con los ojos, se adentró hacia los despachos.
—¡Será gilipollas este tío! ¿Has visto lo que ha hecho?
A Sara le hizo gracia mi comentario de celosillo, me sonrió y dijo:
—¡Que le den! Centrémonos, a lo que hemos venido.
—Vale, pero igual me cago en su puta madre como vuelva a hacer algo parecido.
—Diego, porfi, estamos en una comisaría y con un buen marrón encima.
—Okey. Venga va, perdona. No quiero tensarte más. Disculpa, cariño.
—Sí, ya he visto lo imbécil que es el tío y llevas razón, pero tú pasa de todo.
Antes de que llegase a oídos de Sara mi contracomentario, por llamar de alguna manera el volver a cargarme en la puta madre del tipo ese, apareció de nuevo y se acercó a nosotros.
—Les cuento, me comentan los compañeros que el señor Carrasco está en un juicio.
—¿Le han dicho cuánto puede tardar más o menos?
—Esas cosas nunca se saben. Cuando va a declarar un policía contra alguien a quién detuvo, que es donde me han dicho los compañeros que ha ido, casi siempre declara el último y ahí sí depende de los abogados del acusado y la fiscalía. Si le parece bien —dijo mirándole las tetas otra vez—, me deja un teléfono y el inspector le llamará enseguida.
A punto estuve de decirle: «Las tetas de mi novia no tienen móvil así que, si no te importa, deja de hablar y pedírselo a ellas, soplapollas». Pero claro, era cierto que estaba en una comisaría y con mi chica muy tensa, por lo que opté por la vía diplomática y facilité mi número de teléfono al mamarracho ese.
—Apunte, por favor, 655***555.
—Estupendo, se lo pasaré a su despacho para que le llame enseguida.
—Gracias.
Nos despedimos y salimos de la comisaría.
—Nena, ¿almorzamos algo por aquí? A ver si tenemos suerte y, mientras, llega este tío. Si viniera mientras tomamos algo triunfamos como la CocaCola, nos ahorramos otro viaje de La Cala aquí.
—Hombre, no hay tanta distancia y yo quisiera pasar por casa y cambiarme para estar más discreta si luego tenemos que estar con el policía en su despacho.
—La verdad es que vas como una zorrita pidiendo guerra, cabrona. Ja, ja, ja.
—Ya te vale, notas, ¿cómo íbamos a imaginar este movidón?
—Bueno, pues te acerco a casa y te cambias. Cógete alguna muda más y te quedas conmigo por lo menos lo que queda de semana. A ver si con suerte, mientras, se arreglase esto y pillan a ese cabrón.
—Okey, llevaré la copia de la denuncia al curro y pediré estos días, cuando me vean el careto y cuente lo ocurrido, seguro que no me ponen pegas.
—Ya, pero, estando como estáis de curro, igual te dicen que no.
—No creo. Al contrario. En mi curro todos lo entenderán y, aunque no pidiese estos días, mi jefa seguro que me mandaría a casa.
—Perfecto. Entonces te quedas conmigo, no se hable más. Vamos a por el coche. De ahí a tu casa y, mientras coges tus cosas, me hago un carajillo en el bar de abajo.
Independientemente de querer mostrar una apariencia de normalidad, se percibía en el ambiente cómo la estabilidad emocional que tanto me caracteriza, se encontraba haciendo malabares en la cuerda floja. No veía el momento en que Sara, mi dulce Sara, como decía una antigua canción de El último de la fila, recobrase su entereza y pudiera centrarse en mí. He de decir que para algunas cosas me siento el puto ombligo del mundo y eso me da el poder de creer que los demás han de estar pendientes de mí, de si estoy bien, mal y cosas así, lo que viene a ser un agonías y un ansia viva; quizás porque, en el fondo, creo que soy un poco narcisista. Yo solo necesitaba volver a vestir a mi chica de zorrita de esquina y follarla a saco en mi casa, pero, por motivos obvios, me faltó lo que hay que tener para pedirle que pusiera también en su bolsa de viaje lo que en ese momento llevaba puesto. Contuve mi calentón, incluso he de confesar que me puso cachondo poder apreciar cómo la deseaba aquel madero. El hecho de que se hubiera quedado pensado cosas como: «Qué suerte tiene este tío… menuda hembra tiene…». Pensar eso a mí me pone, decirle con la mirada: «¿Te gusta? Pues la llevan mis cojones, pedazo de capullo». Y es que el ego machista no siempre es tan malo como lo pintan; a ella no le dañan en absoluto mis pensamientos, dado que no se exteriorizan con plenitud, y a mí me permite creer que soy el puto amo del mundo. Sí, amigos, esto es un hecho muy común en el casi extinguido macho ibérico.
De vuelta a la realidad, dejé a Sara en casa y, tal y como habíamos quedado, me fui al bar a hacerme mi carajillo mañanero. Nada más ponérmelo el camarero, tirándole el azúcar al interior, me sonó el móvil.
Ring, ring, ring.
Llamada oculta. De la comisaría no podía ser, porque su número suele ser de esos superlargos de centralita, de los que ni Albert Einstein habría tenido coco suficiente para memorizar. Quizás por toda la tensión acumulada, me sentí algo intranquilo y nervioso, pero, aun esperando lo peor, decidí contestar.
—¿Dígame? —No contestaba nadie, repetí nuevamente—: ¿Dígame?
¿¡Hola!? —Pero solo escuché una risita ridícula que, más que dar miedo, parecía la de alguien que te llama para contarte un chiste pensando en el final del mismo y como suele ocurrir partiéndose la caja sin darte la oportunidad siquiera de reírte también con el dichoso chiste sino más bien de su risa sumamente contagiosa. El caso es que, entre su patética imitación del malo en La matanza de Texas y sus ganas de joder, me pareció escuchar:
—¿A quién prefieres que me cargue ahora? ¿A tu zorra en el portal de su casa cuando baje? ¿O al gilipollas del madero que está de camino a la comisaría y que seguro te va a llamar al llegar para que le cuentes algo que te va a terminar de complicar la vida?
Me quedé helado y mi risa quedó algo aplazada y congelada entre el eco de las líneas telefónicas. Colgué el teléfono y salí a toda velocidad hacia el portal de Sara en su busca, suplicando al cielo mientras corría hacia el edificio que ese tipo no la hubiera pillado ya en el portal. De hecho, lo que esperaba era que, de cumplir con su amenaza, lo hiciera habiéndose decantado en primer lugar por Colombo. Sé que suena cruel, pero, puestos a elegir, prefiero a mi Sarita antes que al farlopero del madero. De todos modos y muy en el fondo, lo que de verdad esperaba era que ese payaso no hubiera movido ficha aún.
Llegué con la lengua y pulmones fuera de mi boca, dado que mi estado físico… vamos a dejarlo en que se halla totalmente fuera de tener opciones en las próximas olimpiadas. Y eso que el portal de Sara se encuentra a menos de cien metros del bar dónde estaba, lo que viene a ser todo un atleta corredor de fondo.
Me lancé como un loco al portero electrónico para avisarla, aunque mi agonía se detuvo en seco cuando, a través del cristal de la puerta, la vi saliendo del ascensor; cosa que me sorprendió muchísimo puesto que era la primera vez desde que la conozco, y hablo de años, en la que hizo una bolsa de viaje en tan solo cinco minutos.
Resultaba imposible entender cómo ese tío podía estar tan al loro de todo. Y, lo que es más, ¿¡cómo, cojones, tenía mi móvil!? ¿Se lo habría soplado alguien en comisaría? ¿Trabajaría él acaso como policía? Mi nivel de desconcierto era brutal, pero más brutal me parecía ver cómo me lo montaba para contarle a Sara, que ya estaba más tranquila, ese nuevo episodio de acoso por parte de ese enfermo mental. La verdad es que no tenía ni puta idea de cómo decírselo sin que saliera despavorida y se encerrase con mil cerrojos en su dormitorio, a modo de habitación del pánico, hasta que la llamasen para firmar su jubilación. A la velocidad de la luz, decidí no contarle la llamada tan erótica que acababa de tener, y digo erótica porque no veas lo que me dio por el culo la dichosa llamadita de los huevos.
—Hola, chaval, ¿no estabas en el bar esperándome?
—Sí, mi vida —y añadí irónicamente— es que me estaba muriendo sin ti.
—¡¡Me voy a acordar de tu madre!! Déjate de bromas que no está el horno para bollos. ¿No te habrás fumao un canuto? Sabes que tenemos que hablar con el policía y tú cuando fumas te rayas y te vas por los cerros de Úbeda.
—¡Qué va, cariño! Es que me he puesto nervioso. Aunque me veas algo chistoso, he de reconocer que estoy muy inestable emocionalmente por la mierda esta que nos está pasando. Y lo que más me jode es que tú, sin comerlo ni beberlo, te veas metida también en todo este lío. La verdad es que estoy tocao.
Una vez en el coche, en dirección a mi casa, me llamó el inspector.
Ring, ring, ring.
Como iba conduciendo y no vi la pantalla, me acojoné bastante y creo que incluso llegué a rezar a modo de petición y de manera muy rápida antes de mirar el móvil, suplicando por lo bajini que no fuese mi nuevo amigo el terrorista y quedarme con los huevecillos metidos en el culo. Y todo por miedo a que Sara escuchase un nuevo episodio del colega ese; pero antes de poder hacer nada, fue ella quien se adelantó y cogió mi móvil para contestar la llamada.
—¿Dígame?
—Hola, buenos días. Mi nombre es Manuel Carrasco y preguntaba por Diego Ferrer.
—Soy su novia. Él va conduciendo, un momento y pongo el altavoz… Adelante, hable.
—Hola, Diego, soy el policía que te tomó declaración la otra noche, me han pasado un aviso que querías hablar conmigo.
—Sí, así es. Hemos estado esta mañana en comisaría mi chica y yo para ver si podíamos verle.
—Ante todo, disculpas por no haberte llamado antes, pero, como ya te han dicho en comisaría, estaba en un juicio y ahí es imposible llevar un móvil encendido encima por muy policía que uno sea. Pero, si no te viene mal, puedes pasarte ahora por comisaría o quedar a una hora que te parezca bien. Como mejor te venga.
—¿Tú qué dices? ¿Vamos ya y nos quitamos esto de encima cuanto antes?
—Lo prefiero, sí. Mire, perdone, soy Sara, la novia de Diego…
—Perdone, señorita, según la nota que me han pasado los compañeros, parece ser que usted también ha sufrido una agresión y que, de algún modo, podría estar vinculada a este caso. Yo considero, si no es mucho pedir, que usted también debería venir a comisaría. Presentamos una denuncia de lo ocurrido y, a medida que la investigación vaya avanzando, iremos observando para saber a ciencia cierta si lo suyo podría estar de algún modo, relacionado con el caso de la chica del otro día.
—¡Mire, perdone! No pretendo ofenderle, pero creo que no hay que ser muy Sherlock Holmes, y perdone mi malhumor, pero es que llevo dos días de perros, para saber que por supuesto está vinculado lo que me han hecho a mí con lo que me ha contado mi novio. El tipo de amenazas y donde ocurrió lo de esa chica, en lo que a mí respecta, lo deja bien claro.
—Sí, yo la verdad es que también lo empiezo a creer. En ese caso, si le parece bien y como hemos hablado, pueden acercarse a comisaría ahora. Yo les espero aquí.
—Sí, vamos enseguida.
—Estupendo, Diego, les espero. El policía de la entrada ya está al corriente y, en cuanto lleguéis, os pasará inmediatamente a mi despacho sin demora.
—¡¡Ufff!! Mejor —dijo Sara—. Porque cualquiera se mete en la sala de espera que tienen allí.
—Entiendo. Pero tú, si me permitís que nos tuteemos…
—Sí, claro.
—También tienes que entender que a una comisaría suele venir mucha gente así. La mayoría suelen ser amigos y familiares de detenidos, por lo que son del mismo palo en la mayoría de los casos.
A los pocos minutos nos encontrábamos en el despacho de ese hombre que, por cierto, he de decir, me costó algo reconocer. Todo trajeado, peinado y perfumado. Menuda diferencia de ese nuevo Colombo con el guarreras que me llevó allí la otra noche. Anda que no se notaba la imposición de imagen que se ha de dar ante un juez. De hecho, es bien sabido, y esto lo sé por un colega abogado, que hasta los más quinquis se arreglan así o muy parecido para los juicios. Es como si los jueces fuesen a ser más benévolos en la pena a imponer por ir aseados.
Le contamos lo ocurrido a Sara, yo le entregué la nota recibida en mi buzón y, ya con la seguridad de que el policía me ayudaría a calmar a mi chica al enterarse, decidí aprovecharme de ello y conté lo de la llamada en el bar a la vez que mostré mi móvil para que viese los minutos que duró la charla que me dio el moñas ese. Por supuesto y como cabía de esperar, Sara se puso hecha una fiera y yo a su vez me sentí aliviado al ver que efectivamente mi nuevo amigo poli me ayudaba a calmarla. Aunque al final recibiera la típica amenaza de ¡ya hablaremos tú y yo al llegar a casa!
Me pidió encarecidamente que volviese a esforzarme en tratar de recordar algún detalle que hubiera pasado por alto la noche del martes, insistió hasta la saciedad. Luego hizo pasar a un policía para que acompañase a Sara a que le tomasen declaración de lo ocurrido a ella mientras que él y yo permanecimos en su despacho tratando de encontrar o trazar algún plan para poder protegernos de posibles futuras amenazas y agresiones. En principio, rechacé la protección policial, dado que no podía garantizar que esa fuese a llevarse a cabo las veinticuatro horas. Tras intercambiar nuestros móviles, pasé a buscar a mi novia a la otra sala y cuando terminó con la denuncia nos marchamos a mi casa.
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